Sin duda que está pendiente una gran reforma del PRI. Luis Donaldo aspiraba a impulsarla en el marco de su propuesta de “cambio con responsabilidad y rumbo”. Parte de su discurso se explica en su intención de impulsar reformas, en los hechos, como lo fue la convocatoria a celebrar varios debates con los candidatos a la presidencia de la República, el dar cuenta – unilateralmente - de sus gastos de campaña, alentar la presencia de observadores electorales y de llevar a cabo una auditoría al padrón electoral. Buscaba deshacerse de los amarres que delineaban una especie de partido de Estado o, dicho de otra forma, de la adicción al sistema hegemónico, que se iba agotando.

Hacia el PRI pretendía actualizar y transformar la forma de relacionarse con el gobierno, aun en su condición de partido en el poder, ello por la vía de profundizar la identidad y autonomía de aquél frente a éste. Más aún, diríamos ahora, en el supuesto de ser oposición. El tema sigue pendiente y se encuentra entre las causas de la derrota que experimentó en el 2000 y en el 2018, pues, en ambos casos, el PRI no supo encontrar su cauce frente al gobierno, en buena medida por desplazarse dentro de la órbita del presidencialismo. De ahí las expresiones del sonorense que “del gobierno sólo demandamos el cumplimiento de la ley, de que el gobierno no ganaría por nosotros las elecciones”.

La suerte de algunas de sus propuestas, fueron positivamente llevadas al plano de las reformas electorales y de prácticas que ahora forman parte de nuestro paisaje político, como lo son los informes de los gastos partidistas y los debates entre candidatos. Finalmente, la reforma electoral de 1996 dejó atrás el sistema hegemónico en el que se asentaba el predominio del PRI, pero no se llevó a cabo la reforma consecuente que éste requería como partido y que planteaba Colosio en una visión integral.

Se pasó entonces a un sistema competitivo de partidos, con alternancia en el poder, pero con un PRI básicamente diseñado en la fase hegemónica; el desacoplamiento ha sido evidente. Desde entonces se han sucedido distintas reformas mediante asambleas, como también han ocurrido profundas crisis especialmente la detonada por la derrota que lo arrojó, por primera vez, de la presidencia y, consecuentemente, lo condujera a un ambiente radical de reclamos, el corte de cabezas, el desalojo del PRI, casi como una vía golpista. Así fue en el 2000 y así se repite, por algunos, en el 2021.

La salida institucional a la crisis de resultados es, necesariamente, materia de la discusión en la Asamblea, sin duda que ahí debe darse el procesamiento de los sucesos; la vía de la fractura mediante la toma del partido, el quiebre de la dirigencia, la asunción golpista de los nuevos profetas y sus viejas ambiciones no puede, ni debe ser el camino.

La XXIII Asamblea Nacional habrá de llevarse a cabo, tal afirmación no es retórica, pues la dirigencia que encabeza Alejandro Moreno inició el proceso de su convocatoria al solicitar la autorización respectiva para efectuarla en el 2020, pero la pandemia del coronavirus y el más elemental sentido de responsabilidad ante los riesgos que implicaba reunirse con ese motivo, obligaron a postergarla; las condiciones de su aplazamiento indican que deberá efectuarse a comienzos del 2022. De modo que tiempo y lugar para el gran debate interno está previsto.

Pero la vía rupturista, revestida de radicalismo para urgir la transformación del partido, ya apareció como en el 2000; la rebelión de entonces fue vencida; la de ahora también deberá dirimirse con igual trayecto, por el camino de la discusión institucional en una Asamblea, que se encuentra inscrita en el horizonte inmediato del PRI.

Los resultados electorales han sido siempre motivo de estudio y de discusión; sin duda constituyen una materia insustituible en la polémica y el debate, concitan también quejas y reclamos; los hubiera, los que quisimos ser candidatos y no lo fuimos – yo entre ellos – pero la indignación debe encontrar su cauce institucional y ese es el reto.

En este caso hablo en primera persona porque he buscado expresar esa visión en mi relación crítica y de respeto con buena parte de los dirigentes del partido; desde luego con Luis Donaldo, quien con generosidad admitía y escuchaba mis impertinencias; también lo hice – y no me dejarán mentir – con Fernando Ortiz Arana, Santiago Oñate, Humberto Roque, con Dulce María Sauri, Beatriz Paredes, y Mariano Palacios Alcocer; lo he hecho ahora con Alejandro Moreno, obteniendo buenas respuestas a mi pretensión de diálogo y discusión, como sucedió en las anteriores referencias.

Rechazo, repudio y combatiré la vía golpista, la toma arbitraria del partido, el agravio de encadenar las instalaciones y generar así un clima de hostigamiento y de violencia; descarto la supuesta alternativa de fracturar a la dirigencia, máxime cuando el debate asambleario se encuentra en la agenda y en el calendario; en contraparte, llamo a la preparación del debate maduro, a que el cauce sea tomado a partir de la fuerza de las ideas y no de la conspiración golpista. No a ese método de corte fascista para asumirlo como una alternativa para el PRI; sí lo es el cambio con responsabilidad y rumbo, rumbo que deberá ser tomado por la deliberación y la voluntad colectiva. Ahí estaremos.