¿Es acaso la historia reciente de México una plegada de falsos mesías?

A decir por lo ocurrido en las últimas décadas, la respuesta debe ser afirmativa. Más bien excepciones como las de Francisco I Madero, Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho, Adolfo Ruíz Cortines y Adolfo López Mateos pueden salvar un juicio condenatorio, y aún ellos estarán sujetos a la descalificación de algunos detractores.

Tal parece que hemos estado ayunos de estadistas y de grandeza en el gobierno, lo que explica parte del drama que vivimos como Nación. Nuestro régimen presidencial y los antecedentes tanto precolombinos, como de la colonia, nos vinculan al rey o tlatoani, al hombre poderoso con su bastón de mando, al virrey, al presidente que absorbe esas figuras representando tanto el poder, como las cualidades que se esperan de quien representa a la comunidad: sabiduría, tolerancia, firmeza, justicia, magnanimidad.

Pero han sido más las veces que ese anhelo se ha visto frustrado que las ocasiones en que se ha tenido la ilusión de su cumplimiento. En todo caso viene de casi dos siglos atrás la figura que nos convoca y propicia admiración compartida, con el inmenso Juárez; otros de similar dimensión no llegaron a ser presidentes, aunque sí forjaron a la patria como Morelos y Zapata. Con el fenómeno de la alternancia en el poder característico de este siglo XXI, tampoco se ha dado el arribo de la figura que detonara el aprovechamiento de nuestras grandes potencialidades como país, al menos en la dimensión que se esperaría; la desilusión que muchos generaron después de su gobierno, especialmente al conocerse los abusos y excesos que cometieron, así como de actos de franca corrupción, nos dejan en la indefensión o sin elementos sólidos para abrir la esperanza.

AMLO como presidente de México

El arribo del presidente López Obrador, como lo confirma la alta votación que obtuvo, despertó la ilusión que ahora sí se tendría al líder que se ha esperado por tanto tiempo; nunca como con él, en los tiempos modernos, un presidente ha tenido la oportunidad de ejercer el liderazgo que se ha reclamado.

La constancia de su lucha, la perseverancia de su discurso, el estilo de diálogo que impuso, su intenso recorrido por el país, su no desfallecer después de los reveses que ha experimentado, la declaración de su vínculo con la figura de Juárez, su rechazo a los excesos, hicieron suponer que era la persona llamada a cristalizar los sueños de la ciudadanía.

Por todo eso puede ser que, en efecto, exista la posibilidad que, para algunos, López Obrador se haya elevado de la condición de presidente a una especie de mesías, que también se funde con el México místico, con la tradición de una visión holística.

De alguna forma algo parecido ocurría con otros ex - presidentes que, en el ejercicio de su cargo, eran vistos en muchas comunidades con respeto, casi sacramental, sacerdotal. Se ha tratado de reverenciarlos y hasta de exceptuarlos de cometer errores, de enriquecerse o abusar: no es el presidente, él no lo sabe, lo engañan sus colaboradores, él no está enterado.

Es posible que tengamos una propensión a crear mesianismo creyendo en el mesías político, pero también en caer en la decepción de no tenerlo cuando creímos haberlo encontrado. En un parafraseo de Octavio Paz, se podría decir que ahora se nos ha planteado, se nos ha aparecido, el ogro populista.

El ogro populista

Tal denominación exhibe a un personaje que liderea y que plantea continuar en ese ejercicio a través de la organización que representa, por lo que no admite alternancia alguna, ni siquiera la valides de razones distintas; desde el momento que se tiene a la mayoría no habrá de limitarse y para eso son válidos todas las acciones posibles para descalificar a los oponentes. La otredad, los otros, están extraviados, son ilegítimos o cuando menos tienen tal carácter sus causas e intereses; el ogro populista es bueno, es el ogro de los adversarios y es quien encarna al pueblo bueno, de ahí su bondad a pesar de su apariencia.

Como encarna lo legítimo, lo auténtico, lo bondadoso, recela de otras instancias que buscan representar intereses o que deben mediar; esas figuras no son necesarias, en buena medida son inútiles, no sirven o están demás.

¿Para qué los organismos autónomos?

¿Para qué la división de los poderes?

¿Para qué los límites y contrapesos a los poderes y especialmente al poder ejecutivo?

Si el presidente encarna al pueblo bueno, pues él ya no se pertenece a sí mismo, le pertenece al pueblo, él es el pueblo. La otredad es falsa e ilegítima, aduce datos equivocados y si no lo son, carecen de valides porque en el pasado toleraron actos ilegítimos; lo que ahora se hace y los equívocos que se denuncian provienen de intereses aviesos y antiéticos que no deben ser escuchados. Encarna al pueblo bueno quien lo representa y quien conserva el respaldo de la mayoría. Escuchar los disensos no tiene caso, conocer las opiniones diferentes es irrelevante y pérdida de tiempo.

Si se encarna al pueblo bueno se encarna a la verdad, el ogro populista es bueno.