La violencia en América Latina es un fenómeno multicausal y multi expresivo del cual podemos desentrañar con análisis concretos las raíces profundas, pero no generalizando llanamente los hallazgos que se logren, lo cual no significa que no podamos descubrir paralelismos o características en común.

Estamos inmersos en una especie de pandemia homicida que se mide mediante una tasa respecto del total, es decir, el número de asesinatos por cada 100 mil habitantes y se construye después un promedio por país, por región, etc. y se van desglosando conceptos medibles.

Pero el fenómeno no es reciente. Hoy se ha agudizado.

La unidad de análisis de los delitos incurridos son los países, los Estados o los municipios (caso de México) y a partir de ello el dato como medida de comparación se homogeniza y valida.

Esta lógica del pensamiento empírico es típica en la mayoría de indicadores que proveen un valor cuantitativo para definir la violencia, la libertad de prensa, la calidad de la democracia, la percepción de la corrupción, el desarrollo humano, los índices de criminalidad y los homicidios.

Pero tiene limitaciones importantes para representar la complejidad del proceso que aborda.

Los fenómenos criminales no son un problema técnico de recetas generalizables.

En otros espacios del análisis, nuevamente las simplificaciones y los consensos artificiales se ponen al día: la teoría de la “violencia estructural” mediante una libre y distorsionada interpretación devino en una idea sencilla, en la que la precariedad social es la responsable directa de la criminalidad desde y entre “los pobres”.

¿Para qué buscar más? De aquí han surgido modelos de represión política llamados “populismo punitivo”.

La violencia en América Latina

Lo cierto es que la violencia en América Latina es un fenómeno heterogéneo pero generalizado, pues no existe en realidad ningún país que pueda asegurar estar libre de la epidemia homicida que recorre la región.

Ni en Estados Unidos.

La expansión de la violencia letal es producto de la escasa capacidad de los Estados nacionales de tener una presencia efectiva a lo largo de sus territorios, así como de hacer efectivo el Estado de Derecho.

Tomar como eje interpretativo la debilidad y desarticulación institucional ofrece una mejor perspectiva.

No sugerimos “efectos neutros” de la precariedad social, no, pero la rechazamos como mono de causalidad explicativa de la violencia y la criminalidad, porque así asumida se convierte en ideología de la pobreza que rentabiliza la acción política.

Claro que debe combatirse a fondo por los gobiernos, pero en el análisis no puede simplificarse de la manera en que ha sido tratado el fenómeno.

En suma, el eje está en las importantes deficiencias históricas de la formación y desarrollo de la máxima representación social (el Estado) a pesar del formalismo constitucional, la democracia, etc.

Es la incapacidad pública para establecer la paz y la justicia como modelo de vida en sociedad la que explica la violencia generalizada multiforme. Por ello la violencia, la criminalidad transnacional, la ausencia de justicia, son temas de la constitución y funcionamiento del Estado que debe resolver él mismo.

En México si hubo un poder violento-criminal fue el de la facción militar triunfante luego de 1917 y por lustros.

El poder criminal actual es un poder inserto en las instituciones del Estado, que creció a su amparo y coaligado a los grupos de poder. Hoy además, ramificado en empresas y partidos y otros.

Debemos ir entonces a la Reforma del Estado.

En este contexto, la pacificación entonces es un proceso social, político, cultural y público orientado a la recuperación de la paz perdida por las ausencias y graves deficiencias del Estado Constitucional que destroncaron la convivencia social, es una necesidad para el progreso social, no un voluntarismo personal de ningún gobernante.

Quienes se burlan de la pacificación como objetivo para México, no saben la barbaridad que cometen, porque ella es condición para la restauración de las condiciones de gobernanza desde las instituciones públicas re-solidificadas.

Pero tampoco podemos confundirla con ocupación militar de ciertas comunidades, así sea generando una presencia disuasiva y de contención sobre el CTO.

Cuando en la situación presente del Estado y su institucionalidad no puede garantizarse la paz, los esfuerzos de recuperación de la misma implican o conllevan reformar la institucionalidad de ese Estado atrofiado o rebasado en su función primerísima: garantizar la convivencia pacífica.

Un Estado rebasado por la violencia, la criminalidad y la corrupción, más aún, si ellas proceden también del primer círculo de poder y del gobierno (complicidad criminal e impunidad), debe reformarse, cambiar, debe re funcionalizar y fortalecerse. Esta debiera ser hoy la gran demanda política de la sociedad mexicana que aspira al desarrollo nacional con progreso social.

De allí partimos para lo demás, incluyendo las reglas para disputa del poder.

Asistimos a la ausencia y fragilidades estatales que deben subsanarse con reformas al Estado, pero las fallas no son solamente eso, sino que a partir de la profundidad y permanencia por largo tiempo de esa condición del Estado éste asume una forma pervertida.

Evoluciona desde la forma nacional-constitucional a otra forma política.

Hay dos autores que merecen destacarse por la profundidad de sus reflexiones:

a) Jenny Pearce (2010: 289), establece que el problema no se debe a una falla estatal per se, sino a la emergencia de una forma de Estado que, en su esencia, lleva implantada la violencia en pos de defender los intereses de élites particulares y su permanencia en el poder.

En cuanto preserva las reglas de la élite, el Estado pervertido, alternativamente, combate y/o concede espacio a las nuevas élites agresivas que emergen debido a la acumulación ilegal.

La paradoja es que la proliferación de esta violencia se ha producido paralelamente a las transiciones democráticas.

Es la propia trayectoria del proceso de formación del Estado lo que ha facilitado esta rápida reproducción de la violencia.

Llama a este proceso “perverso”, lo que permite que el Estado construya su autoridad no sobre la protección de los derechos de los ciudadanos, sino sobre sus encuentros armados y colusiones insidiosas con actores violentos en nombre de la “provisión de seguridad”.

Categorías de personas que se convierten en no ciudadanos, sujetas a abusos por actores violentos estatales, paraestatales y no estatales.

(Solís y Moriconi, Atlas de la Violencia en América Latina, 2018).

b) Para Lilian Bobea (2016: 67), las interacciones prácticas entre el Estado y el crimen (organizado y desorganizado) no responden a procesos de captura, sino a una reconstrucción institucional con el objetivo de generar nuevos órdenes sociales y regímenes políticos paralelos en torno a las actividades ilícitas.

Bobea denomina estos procesos como Estado-tropismo.

En este contexto, emergen y se consolidan ecosistemas transgresores que crean y recrean oportunidades para llevar a cabo y normalizar acciones ilegales y criminales.

La presencia y la efectividad de la protección ofrecida por los actores estatales será una variable clave para controlar los niveles de violencia en las sociedades con mercados ilícitos y delincuencia organizada.

Así, surgen órdenes crimi-legales con organizaciones sociales y políticas basadas en la criminalidad y la ilegalidad.

El gen violento sería, entonces, una característica propia de estos países, que describe como democracias violentas; para otros autores se trata de culturas de la violencia. (En los conceptos usados la autora cita a otros autores).

Su énfasis es estructural.

No es causal que el ensayo de la autora se titula “El Estado: Demiurgo de la Criminalidad” (Revista Nueva Sociedad, 2016).

Una frase altamente expresiva: existe una “inclinación del Estado hacia la criminalidad, así como el uso criminal de lo político”. Rompe las tesis e hipótesis de todo un arsenal de ensayos, textos y opiniones que consideran el fenómeno criminal como un fenómeno externo a la institucionalidad del Estado.

Ella sostiene que es consustancial. Algo relevante.

La estrategia de combate al crimen transnacional y la pacificación en consecuencia, deben partir del combate a la corrupción o criminalidad transnacional enquistada o expandida por el Estado que llamamos “corrupción sistémica”.

Es la piedra angular, conditio sine qua non.

Con mucha más sensibilidad y percepción política que conocimiento teórico sofisticado, aunque también con conocimiento histórico, el actual Primer Mandatario AMLO ha afirmado muchas veces que la “corrupción es el problema número uno de México”.

Es correcto. Reformemos la justicia de Estado.

No habrá pacificación ni éxito en el combate al CTO sin éxito en ello dentro del Estado, ni tampoco pacificación sin erradicar la violencia política del propio CTO emanada de la criminalización de las instituciones públicas para extraer rentas ilegales e integrarse en redes delictivas para garantizarse impunidad.

Pero todo lo anterior no es un tema de la Seguridad Pública sino de la Seguridad Nacional.

Lo abordaremos en próxima entrega.