Una denuncia de corrupción, de abusos, de frivolidad neoliberal y de extravío sobre el pasado mediato, busca ser rectificada por una fase de transformaciones destinada a superar los desvíos y corregir el camino en la ruta de lo mejor de nuestra historia: la Independencia, la Reforma y la Revolución; tal es el paradigma que formula la actual administración, dentro de una ruta que persevera en los planteamientos de quien la precedió.

La descalificación y denuncia de los grandes errores cometidos por otros gobiernos, son los heraldos del éxito a lograr con las propuestas de la presidencia en funciones, pues infiere que se desconecta así de vicios y desvíos por ellos cometidos, al tiempo que presenta la nueva profecía de una auténtica etapa de desarrollo.

Pero aún así, debe asumirse que los eventuales errores del pasado no justifican, ni con mucho, los errores del presente; antes bien los exacerban.

El legado inmediato que nos antecede es más que controvertible merced a una tendencia de restauración del dominio del ejecutivo sobre los otros poderes, del afán hegemónico frente a los demás partidos, de la reiterada intervención del gobierno en los comicios presidenciales, del casi nulo crecimiento económico y del agotamiento financiero para brindar sostenibilidad a los crecientes programas sociales. A tal recuento rápido, se agrega la reciente desaparición de organismos autónomos y de una reforma judicial que alinea a los juzgadores respecto de los intereses gubernamentales, dentro de una trama de reformas legislativas inscritas en la premura del “fast track”, de claro corte autoritario y como mandato del llamado “Plan B” del gobierno que recién culminó.

El objetivo político del partido en el poder en 2024, consistente en dejar a una persona como sucesora, que correspondiera a su preferencia y que dominara abrumadoramente en las elecciones se cumplió. El costo fue la ruptura de las prácticas que animaban la competencia política, así como la elevación desproporcionada del gasto público en el último año de la administración precedente, a modo de construir un “humor social” favorable hacia los propósitos de permanencia del partido en el gobierno.

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Una de las lecciones más reiteradas de nuestra historia es que la intervención de la presidencia de la república en los procesos electorales ya sea mediante la reelección o, en su defecto, para apoyar a alguno de los contendientes, fractura el régimen democrático. De ahí la proclama de “sufragio efectivo no reelección”, así como de encontrar fórmulas y reglas que alentaran la equidad y la competitividad en los comicios, regulando en ellas la participación del poder ejecutivo.

Una curiosidad histórica es que Porfirio Díaz, después de inscribirse en sendos procesos electorales por la presidencia, tanto contra Benito Juárez como para hacerle frente a Sebastián Lerdo de Tejada, optó a través del Plan de Tuxtepec (1876) en disputarle a este último el gobierno ya no por la vía electoral, sino por el recurso de repudiar su reelección mediante un levantamiento que lo depusiera del poder.

Es evidente que el oaxaqueño tenía suficientes elementos para asumir que, formular una candidatura al gobierno desde el propio gobierno -por los medios privilegiados de que éste dispone- prácticamente aseguraba su éxito y la consecuente derrota del oponente; por tanto, la necesidad de proclamar la revuelta. El llamado porfirista de entonces fue por el sufragio libre y la no reelección; se asume que después José Vasconcelos acuñó para Madero el lema de sufragio efectivo no reelección.

El hecho es que ganar el poder desde el poder es una fórmula que repudia nuestra experiencia democrática. A pesar de lo antes mencionado, tal cosa ocurrió cuando el gobierno simuló una fase electoral previa mediante las llamadas corcholatas y bajo el supuesto de realizar un proceso para finalmente nominar a la persona que después sería postulada para encabezar la candidatura presidencial de Morena y así eludir las restricciones para los llamados actos anticipados de campaña. Otra vez conquistar el poder desde el poder y, además, con la contribución del gasto galopante que, ahora, pretende moderarse por la vía de reducir el déficit fiscal y su correlato en deuda pública.

El evidente trazo despótico autoritario del gobierno tiene muchos testimonios, desde luego la forma de obviar discusiones, el repudio a considerar puntos de vista divergentes, el trámite legislativo expedito que desecha a la democracia deliberativa; la construcción más que controversial de una sobrerrepresentación desproporcionada en la Cámara de Diputados y el recurso propio de gatilleros para hacer lo propio en el Senado de la República.

Sin embargo, el pasado mediato que pretende confinarse en la corrupción, la frivolidad y en la prevalencia de intereses oligárquicos, tiene una dimensión más compleja. Cierto, provenimos de un pasado autoritario que nos lastimó, pero existen datos y testimonios sobre procesos de discusión y de acuerdos plurales en los que se soportaron parte importante de las decisiones públicas, como lo narra el expresidente Zedillo al dejar constancia, hace unos días, de su participación y procesamiento de la reforma que modificara la integración de la Suprema Corte de Justicia y le otorgara el control judicial en materia de cambios a la Constitución (1995), así como en lo relativo a la reforma política de 1996.

El autoritarismo mexicano convivió con una tendencia marcada por la transición democrática que, finalmente, permitió la competencia política, la pluralidad y la alternancia en condiciones de estabilidad política y vigencia de las instituciones, sin estar exenta de atropellos y excesos. Si bien México transitó del sistema de partido hegemónico a la democracia; ahora el recorrido es inverso, pues va de la democracia a la hegemonía de partido.

Muy lejos de un análisis sobre argumentos y propuestas para analizar las medidas tomadas y del examen que se propone para calificar las grandes obras emblemáticas de la llamada 4T, se postula una estrategia para descalificar críticas, al tiempo de cerrar la puerta a un debate que supere el maniqueísmo reduccionista. Se nos recuerda así que en la dictadura la razón tiene dueño.

Se puede estar de acuerdo o no con los razonamientos del expresidente, pero tiene valor indiscutible su participación en la palestra; incluso sería necesario que otros lo hicieran para así enriquecer el debate público y superar dogmas y mitos que se asumen sin mayor detenimiento o, en su defecto, confirmar críticas que nos permitan evitar caer en los equívocos del pasado. Sin duda que hubo extravíos que debemos evitar; en efecto, los errores del pasado no justifican los del presente; por el contrario, los exacerban.