Se derrumba el mito de los derechos humanos universales en El Salvador, llevándose entre escombros el otro mito de la no reelección y la rigidez de la Constitución.
Parece más vivo que nunca aquel laberinto de la democracia latinoamericana, entre dictaduras y democracias, mientras se gesta una paradoja que perdura a lo largo del tiempo: el pueblo dispuesto a sacrificar derechos fundamentales por la seguridad anhelada. En el caso de El Salvador, este dilema se traduce en la aceptación de prisiones masivas, libertad de expresión restringida y medios de comunicación bajo acecho, desafíos constitucionales y la creciente inclinación hacia estados de excepción, regímenes militares que cuestionan el verdadero precio de la paz y el desarrollo.
Bukele se autoproclamó ganador antes de los resultados oficiales, asegurando más del 85% de los votos. Su partido, Nuevas Ideas, previsiblemente ganará casi todos los escaños legislativos, consolidando aún más el control sobre El Salvador. Bukele se ha convertido en uno de los líderes más poderosos en la historia moderna, no sólo por su juventud y apuesta tecnológica, sino por lograr una aparente victoria contundente tras una feroz represión de pandillas que transformó la seguridad en el país.
Aparente debido a que la brutalidad carcelaria de su plan no contempla la reinserción social ni el futuro de miles de jóvenes acusados de integrar las pandillas generadoras de violencia, mientras que por otra parte, el problema criminal relacionado a las drogas y a la migración es regional por lo que no basta con encarcelar a cada persona tatuada por el simple hecho de aparentar que integra una pandilla.
Muchos ciudadanos están más que satisfechos y lo peligroso de su liderazgo es que en toda la región afectada por grupos criminales hay un juego seductor que ya crea tentaciones entre aspirantes presidenciales mexicanos como Xóchitl Gálvez o Álvarez Máynez, que prometen un régimen carcelario sin proceso como el que Bukele implementó, así como ciudadanos más cercanos hacia las derechas que piden a gritos un gobernante que se atreva a transformar el sistema penitenciario para hacer de aquel espacio, uno más estricto y temible.
El ejemplo de Argentina con Milei y de Nayib Bukele en El Salvador es que los extremos son más atractivos que nunca en comparación con las posiciones de centro que reinaron en los ochentas y cuyo régimen libertario-neoliberal profundizó las desigualdades de las que hoy se benefician las narrativas del derecho penal del enemigo. Al final, si el hartazgo de la inseguridad llevó a que las encuestas indicaran un apoyo mayoritario a Bukele por su lucha contra las pandillas sacrificando la Constitución, libertades y alternancia, la fórmula podría quedar escrita para otros países de América Latina. Casi como en México, en El Salvador jugó un papel clave el rechazo a los partidos tradicionales, marcados por décadas de violencia y corrupción, con un apoyo mínimo al FMLN y ARENA.
Seguridad, ¿a qué costo? El verdadero autoritarismo latente
Bukele, conocido por su estilo combativo, llegó al poder prometiendo eliminar la violencia pandillera y revitalizar la economía. Sin embargo, su segundo mandato se presenta con desafíos económicos, con un crecimiento lento y más de una cuarta parte de los salvadoreños viviendo en la pobreza.
El respaldo a la introducción de Bitcoin y la consolidación del poder mediante la designación de leales en las instituciones levantan críticas. El Tribunal Supremo Electoral permitió su segunda postulación, ignorando la prohibición constitucional. La Embajada China felicitó la “victoria histórica”, mientras los defensores de los derechos humanos alertan sobre el ataque a la democracia.
El dilema persiste: ¿es la seguridad a costa de la libertad el precio necesario para la estabilidad? La historia nos advierte que regímenes autoritarios, a pesar de la aparente estabilidad, limitan libertades esenciales. Pareciera que, en pleno contexto internacional de guerras, las democracias van perdiendo popularidad. Ya no hay ánimos para encontrar soluciones que fortalezcan a la democracia en lugar de socavarla, pareciera que la seguridad y las libertades se encuentran divorciadas. A la vez, en momentos de amplio desarrollo tecnológico y herramientas de inteligencia, vigilancia, espionaje y seguimiento, pensar en el sacrificio de todo a cambio de seguridad parece una trampa. Un caminar directo al matadero, una renuncia a la ciudadanía que empieza con promesas de seguridad, cantos de sirena.
En última instancia, el dilema latinoamericano entre seguridad y libertad nos recuerda la fragilidad de la democracia y la responsabilidad de preservarla. Está naciendo el primer “tecnoautócrata”: totalmente digital, totalmente popular y totalmente transgresor de la tradición constitucional. Vaya apoyo que le han dado, por cierto, los desmemoriados y los jóvenes.