La oscuridad

La luz eléctrica llegó a Tumbulushal entre mediados y fines de la década de los 70 del siglo XX. Ranchería a la orilla de la carretera a sólo 20 kilómetros de distancia de Villahermosa, Tabasco. Esa electrificación tardía fue consecuencia de la patriótica decisión del presidente Adolfo López Mateos de nacionalizar la industria eléctrica en 1960. La condición de oscuridad de decenas de miles de rancherías, comunidades y pueblos de México obedecía a la circunstancia de que el servicio eléctrico no había sido considerado un derecho humano sino un negocio.

Y este es el principio que se se vuelve a debatir hoy en el país: electricidad como derecho humano o negocio. Los políticos de perfil neoliberal que se fueron formateando desde el gobierno de Miguel de la Madrid, consideran que la industria debe regirse por una supuesta competencia del mercado. Para los que tienen un perfil nacionalista o humanista, digamos, debe privilegiarse como un derecho humano básico. Se trata de una confrontación que se explaye a otros ámbitos del sector energético, también en la salud, la educación, la cultura, etcétera. La hipocresía esencial resulta que ese paraíso del mundo privatizado de los primeros se alimenta parasitariamente del erario de los mexicanos.

La oscuridad no significaba un edén en Tabasco o en cualquier otro sitio del país sin electrificación sino una circunstancia de consecuencias en la vida diaria de las personas. Acotación de actividades, auxilios para el hogar, ausencia de refrigeración, ventilación, información, entretenimiento, etcétera. Aunque esos privilegiados que quieren privatizar todo pudieran decir desde su más honda sorna y cinismo: bueno, imaginen vivir en un mundo primitivo, edénico, en que las gentes sólo se rigen por el sol y la luna, la frescura alimenticia, el molcajete para moler, los abanicos y ramas para el calor, la ausencia de tribulaciones políticas, el silbido como entretenimiento.

Pero esa realidad no era ni es algo chistoso. Significaba padecer calores, descomposición de alimentos (que se subsanaba un poco sólo con procesos de salación), carecer de comunicación con el mundo (las personas tenían a veces un radio de batería); alumbrarse sólo con un candil de petróleo o velas.

Y la luz se hizo

Cuando se instaló el servicio eléctrico y se hizo la luz, la vida de las personas, de las familias cambió. Tener acceso a una necesidad tan básica trastocó a las comunidades para bien. Y eso fue posible gracias a que el Estado -a través de la Comisión Federal de Electricidad- inició una campaña de electrificación intensa para beneficiar a todos los mexicanos, no sólo a los habitantes de las ciudades.

De allí la importancia de que el Estado mexicano recupere hoy el control sobre ese sector estratégico, para garantizar el servicio y hacerlo con precios accesibles, justos, algo que naturalmente no sucede con una industria privatizada que sólo está interesada en la ganancia y el lucro, no en el derecho humano. Una empresa privada (dejando incluso de lado por un momento los procesos de corrupción con que se hacen de los negocios) no está interesada en dar el servicio en comunidades aisladas en el desierto, la montaña o el trópico, tampoco en cobrar tarifas justas. Les tiene sin cuidado el individuo, la gente, el pueblo.

Ha sido muy satisfactoria y plausible la reciente determinación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de considerar constitucional la reforma que restituye a la CFE en su fortaleza dentro de la industria. Asimismo será importante que los legisladores aprueben la nueva reforma eléctrica en beneficio del país. Que el Estado sea el responsable -en un 54%; las empresas privadas aún tendrán una amplísima participación con un 46%- de garantizar el servicio como un derecho humano.

Torres de electricidad

Un mundo nuevo

El iluminado mundo nuevo se beneficia en todos sentidos. En cuanto hubo luz en Tumbulushal (y así en decenas de miles de comunidades del país), se pudo tener acceso a focos para alumbrar, a un refrigerador, ventiladores, licuadoras, televisión, consolas o tocadiscos. La alegría infantil al ver llegar esos nuevos instrumentos de convivencia cotidiana es vívida aún. Sentir el fresco en el cuerpo, hacer hielo, paletas, gelatinas, licuados… Claro, las compras dependían de los recursos que había en las casas.

En la mía sólo dio inicialmente para dos focos y dos tubos fluorescentes, un refrigerador pequeño y un ventilador de pedestal. En la casa de al lado, de mis abuelos paternos, más luces, un refrigerador grande, licuadora, varios ventiladores y, sobre todo, algo extraordinario: tocadiscos y televisión.

Así que me asomaba a ver películas del cine mexicano. Vi junto a mi abuelo algunas peleas de box los sábados, algunas series gringas o telenovelas mexicanas. Hubo dos momentos clave para mi sensibilidad futura que cuando sucedieron los viví con extrañeza, pero también con cierta conmoción.

El primero, haber escuchado cantar a un señor de una manera inexplicable para mí. De hecho, era un disco que nadie ponía en la consola. Quién sabe cómo llegó allí y tampoco recuerdo cómo sucedió pero un día lo escuché. Lo usual es que se tocara música de grupos tropicales, mariachis, tríos, etcétera, pero no al barítono Hugo Avendaño, ese señor del disco, sabría yo después. Un cantante mexicano con entrenamiento operístico interpretando canciones semi-clásicas. Alguien que entra en la categoría de Nicolás Urcelay, Alfonso Ortiz Tirado, Juan Arvizu, entre otros. Aún recuerdo algunas de las canciones de Avendaño que mi conciencia registró en ese momento. Aquí una de las más bellas de un compositor casi desconocido, “Secreto eterno”, de José Perches Enríquez (1883–1939):

Y por mero gusto, aquí va Juan Arvizu, que en ocasiones lograba interpretaciones exquisitas, como en esta canción de Ernesto Lecuona, “Damisela encantadora”:

El segundo momento, la película ¡Ay Jalisco, no te rajes! Dirigida por Joselito Rodríguez en 1941, con Jorge Negrete y Gloria Marín como protagonistas. Y en particular, precisamente la canción de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, título del filme, me produjo latidos en el ánimo. Era un uso de la voz y el canto desconocido que generaba recónditas emociones. Una palpitación en el pecho, una sensación de lo posible-imposible. Es decir, eso que escuchaba era tan distante de mí; y por tanto dolía. Me cuestionaba de manera interna, inconsciente acaso, si sería o no capaz de manifestarme, de expresarme de esa manera. Aquí la escena de la canción en la película:

Con el tiempo, cantaría yo una de las interpretaciones más exitosas de Hugo Avendaño, “Dime que sí”, de Alfonso Esparza Oteo. Aquí, una versión en vivo en el Merkin Concert Hall de Nueva York:

Los avances de la cultura, de la civilización, transforman a los seres humanos. Siempre se deseará que sea para bien. No puede privarse al individuo, a la sociedad de los derechos humanos básicos que, como género, ha creado la necesidad, la inteligencia y la sensibilidad.

Finalmente, mi videocolumna sobre el tema:

Héctor Palacio en Twitter: @NietzscheAristo