Desde que México iniciara como país independiente la posibilidad de la alternancia existió como una posibilidad efectiva, así lo estableció la Carta de 1824 previó que la elección del presidente se realizara a través de las legislaturas de los estados para recaer en quien lograra obtener la mayoría absoluta de votos, al tiempo que quien le siguiera en cuanto a cantidad de sufragios obtenidos ocupara la vicepresidencia, tal fórmula se consideró nociva por ser propicia a la conspiración, pues quienes habían rivalizado por la posición podían escenificar nuevas disputas para lograr el reemplazo; por esa razón más adelante se eliminó la vicepresidencia y se ensayaron nuevas formas electivas hasta considerar que el titular del poder ejecutivo fuera producto de una elección indirecta en primer grado (1857).

El hecho es que las asonadas y los golpes de Estado fueron los métodos más usados para renovar la presidencia de la república en ese período; con la Constitución de 1857, las etapas convulsivas de la guerra de reforma y la del Imperio de Maximiliano pusieron en vilo un régimen republicano que sólo pudo mantenerse a flote por el temple de Benito Juárez; fue hasta la celebración de elecciones en 1867 que se retomó la normalidad constitucional y, por ende, la práctica electiva para renovar la presidencia.

De forma reiterada se probó que conforme a las normas electorales y prácticas de entonces, si el presidente en funciones planteaba su reelección no había forma de ganarle, pues su influencia para la integración de la organización electoral a través de los gobernadores y la posibilidad de removerlos con el uso de facultades extraordinarias -en caso de que éstos resistieran su colaboración-, le otorgaban garantía de suficiente de triunfo; otro tanto ocurría con la posibilidad de alinear a los presidentes municipales en cuanto a su función de instalar las casillas e integrar el padrón electoral.

Porfirio Díaz fue vencido por Benito Juárez en esas elecciones y otro tanto ocurriría en las que tuvieron lugar en 1871; efectivamente, derrotar al presidente resultaba casi imposible si éste presentaba su candidatura para reiterarse en el cargo. Cuando a la muerte de Juárez, ahora el presidente Lerdo de Tejada planteara su reelección, Porfirio Díaz llamó a la rebelión a través del Plan de Tuxtepec; todo indica que el oaxaqueño sabía que no podría arribar al cargo presidencial teniendo como adversario a quien ostentaba la posición, y contando, por ese hecho, de las facultades para acomodar las piezas a su favor. La lección era sencilla, el poder se retiene desde el poder; pronto ese axioma lo aplicaría el oaxaqueño para sus reelecciones sucesivas.

Desde entonces quedó acreditado que la pieza central para la resolución de las elecciones presidenciales estaba en la posición que asumiera el gobierno; en el momento que se cancelaron las reelecciones -de modo que ya no sería posible que la misma persona se mantuviera al frente del gobierno-, la pieza toral se ubicó en la postura que adoptara el presidente que terminaba su encargo, pues se sabía que su candidato siempre ganaba.

Mediante ese mecanismo se vivió la larga etapa hegemónica del PRI y sólo fue posible que se arribara a la alternancia del partido en el poder cuando se generaron condiciones y normas que eliminaron la intervención del gobierno en la organización de las elecciones, al tiempo de que se crearon disposiciones que brindaron equidad a la participación de las distintas fuerzas políticas, así como autonomía e independencia a las autoridades electorales, lo que ocurrió con la reforma política de 1996.

Como parte de ese trayecto, es posible entender el relevo del partido en el poder en el año 2000. Justo sucedió cuando se eliminaron las condiciones que daban sustento a la hegemonía priista. En ese plano debe situarse la importancia que tiene la intervención abierta o velada del presidente de la república en las elecciones, específicamente en el caso y en la historia de México. En ese mismo contexto se puede explicar el interés que tuvo quien ahora preside el gobierno, para que en 2007 tuviera lugar una reforma electoral que, entre otras cosas, regulara y estableciera medidas de control y cautelares a la intervención presidencial en el proceso electivo.

Ganar el poder desde el poder fue la fórmula que distorsionó las elecciones en buena parte de la segunda mitad del siglo XIX; a su vez, inducir y asegurar el triunfo del candidato por el que se inclinó el presidente a la hora de renovar a la persona que ocuparía el cargo, fue el mecanismo empleado en casi las dos terceras partes del siglo XX; de igual forma, es posible establecer que la alternancia en la presidencia de la república que ha identificado a lo que va del siglo XXI, ha corrido de la mano de disposiciones que han alentado la competencia política y que consideran ilegal la intervención del gobierno en los comicios.

Por ende, no es cualquier cosa la discusión que genera el involucramiento de la opinión y de la actitud del presidente en el proceso electoral que -anticipadamente- ya viene en curso para los comicios de 2024. Su injerencia, abierta o disfrazada, distorsiona la vida democrática del país en cuanto a la competencia por el poder; significa el trauma de un regreso a ese pasado cuando el poder se ganaba desde el poder o, en su defecto, el retorno a una variante de lo mismo, consistente que desde el gobierno se asegura el arribo del reemplazo.

Sea lo uno o lo otro, resulta atentatorio a la vida política y al régimen democrático del país, que el gobierno pretenda hacerse prevalecer por todos los medios, hasta caer en el grotesca evasión para cumplir con las determinaciones de la autoridad electoral, con tal de hacer valer sus intereses y así regresarnos ya sea a la dictadura o a la hegemonía de partido que, en un caso sólo pudo superarse mediante una revolución y, en el otro, por una larga, compleja y todavía incompleta transición democrática.

Obstaculizar la alternancia desde la presidencia es la peor mascarada democrática que nos puede ocurrir y, por antonomasia, es el más abierto descaro autoritario y de signo dictatorial que nos puede acontecer.