Los libros de texto dicen que para salir de una crisis hay que convencer a los afectados de que ya pasó, pero lo malo es que la normalización más rápida ocurrida en Acapulco, ha sido la delincuencial. Concretamente, dicen los taxistas que “tienen que cumplir con la aportación a los grupos delincuenciales”. En el uso de ese lenguaje hay una trágica normalización y atenuación de lo que es, esencialmente, la resiliencia de un estado paralelo al jurídico.

Algunos testimonios de líderes del crimen organizado han registrado que, con sus palabras, ellos dicen que su negocio no está, o no puede estar sujeto, a los vaivenes económicos formales. En otras palabras, que ellos no entran en recesión. El caso de Acapulco ilustra bien porqué.

La necesidad en situaciones límite muestra las leyes del mercado llevadas a sus consecuencias lógicas cuando no hay reguladores políticos: por eso una botella de agua puede costar 200 pesos, un kg de huevos 500, y así. Porque es la escasez absoluta, más la falta de información disponible sobre precios, lo que convierte el mercado en uno donde el vendedor arbitrario manda.

La ausencia de Estado (temporal, selectiva, usted disponga) vuelve al crimen organizado la única estructura de normas presente en la localidad, una que además no está sujeta a control constitucional alguno, es decir, no tiene que respetar ni derechos humanos ni debido proceso, así que actúa como lo hace el soberano frente a la situación de escasez descrita: mediante la confiscación y la redistribución.

Naturalmente, una y otra se llevan a cabo con criterios de maximización económica, no de rentabilidad política ni de justicia, y ahí el ciclo vuelve a empezar. La fotografía poblacional de Acapulco es diáfana porque, así descrita, queda claro que el único grupo que importa es el que tiene dinero para invertir y el que estaba, bien o mal, asegurado en sus bienes devastados por el huracán. Son ellos a los que el gobierno tendría que convencer de quedarse, más específicamente de volver a meter ahí su dinero, y no es fácil.

Lo que es realmente trágico, entonces, es que los que menos tienen agencia en la posible reconstrucción de Acapulco o su reactivación económica, son los propios guerrerenses.  Acapulco ha sido una ciudad, desde siempre, modelo de economía extractiva, como lo son casi todas las ciudades dependientes del turismo. Las inversiones turísticas, empero, ya llevaban un tiempo a la baja, por la pandemia, la percepción de inseguridad, el cobro de piso y lo demás. Para muchos, los que hayan estado asegurados, el huracán es el pretexto perfecto para reinvertir lo que recuperen en otro lado.

En el otro extremo está la narrativa gubernamental, que se respalda con decisiones cuyo optimismo sólo cabe en el delirio o en el cinismo, a saber, que el tianguis turístico se lleve a cabo en Acapulco y sólo se mueva un mes. Reiteramos la importancia, en teoría de la crisis, de dar la sensación de normalidad, lo más pronto posible, no como farsa sino como parte de la solución del problema real, porque si no hay convicción de que la crisis ha pasado, las personas no normalizan su propia conducta. En este caso, puede ser que el mensaje ni siquiera sea para los acapulqueños, a los que no se podrá engañar con carpas y fotos, sino para el resto del país, porque el tianguis se llevará a cabo a dos meses de distancia de las elecciones de 2024.