En la madrugada del jueves, una réplica del sismo que se vivió desde el 19 de septiembre dejó dos fallecidos en la Ciudad de México: una mujer en la colonia Doctores que resbaló tratando de evacuar la frágil vivienda en que habitaba y un hombre al que, en el momento de escuchar la alerta, le dio un infarto inminente.

Ninguna de las dos muertes estuvo relacionada a los protocolos de protección civil que ordenan evacuar inmediatamente, al toque de alerta. Tampoco murieron porque algún poste caído, cable de luz expuesto, explosión de gas o mucho menos un derrumbe. Murieron porque nadie ha brindado contención emocional terapéutica a los ciudadanos capitalinos.

La salud mental ha sido abandonada al privilegio de los que se toman muy en serio sus episodios traumáticos y de quienes tienen recursos para sufragar terapias. El grueso de los damnificados emocionales, aquellos que van perdiendo la paz conforme se multiplican los eventos sísmicos del país no existen en la estadística y mucho menos en la política pública.

Algunos grupos que reciben contención emocional son víctimas reconocidas en la ley como tal, los que se han presentado a denunciar. En el caso de menores, el DIF puede dar terapias psicológicas a costos relativamente bajos, como doscientos pesos (10 dlls) por sesión. El principal problema es que aún no hemos normalizado el acceso a la salud mental como una medicina básica para que nuestros cuerpos (y nuestras sociedades) funcionen bien.

Por décadas se ha pensado que únicamente los que están “traumados”, “locos” o “desencajados” son quienes deben ir a terapia, y se les mira así, con el estigma que cargan injustamente las personas neurodivergentes.

Probablemente, ese estigma discriminatorio y las ideas confusas sobre la terapia sea el motivo por el que pocos se atreven a buscar ayuda para enfrentar los momentos más oscuros. De hecho, hasta que no enfrenté muertes cercanas, no supe de la existencia de tanatólogos. Pero ir al psicoterapeuta debería de ser tan usual como ir al dentista o al médico general y ante episodios traumáticos para toda una población, sea por derrumbes, pérdidas, recuerdos de terremotos anteriores o simple pánico, la terapia tendría que existir como una medida promovida desde los gobiernos.

Ojalá que la Jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, logre poner el ejemplo echando a andar ciclos de terapias grupales en colonias afectadas que bien pueden ser realizadas en los FAROS o en las LUNAS que han multiplicado su presencia en la Ciudad de México. Sería muy positivo que, al mismo tiempo, al buen Pepe Merino echara manos de la Agencia de Datos para compartirnos cuáles son las colonias con mayor incidencia de ataques de pánico y ansiedad.

Milito en la idea de que los gobiernos neoliberales existen para cuidar la propiedad y los gobiernos populares tienen que existir para cuidar al pueblo. Atender las crisis nerviosas y la ansiedad que provocan los sismos puede ser un camino a normalizar la salud mental como un derecho básico incluido en el derecho a la salud. Morir de miedo nunca tendría que ser un final aceptable.