Hace un siglo, la República de Weimar (1919–1933) se convirtió en el laboratorio trágico donde una democracia prometedora se derrumbó desde dentro. Alemania había salido de la Primera Guerra Mundial derrotada, humillada y exhausta. Sin embargo, su Constitución, una de las más avanzadas de su tiempo, ofrecía libertades amplias y un moderno catálogo de derechos. Pese a ello, en apenas catorce años, aquella república se hundió bajo los escombros del populismo, la polarización y la desconfianza institucional.
Hoy, México vive tensiones que evocan esa experiencia: un presidencialismo fuerte, un sistema judicial cuestionado, un Congreso subordinado y una sociedad partida por líneas ideológicas que no dialogan. Las instituciones democráticas existen, pero la fe en ellas se erosiona cada día.
El dilema del poder moderador
En Weimar, el mariscal Paul von Hindenburg fue elegido presidente como figura de unidad nacional, una especie de garante moral ante la crisis. Su papel debía ser el de árbitro, pero el uso sistemático del Artículo 48 que le permitía gobernar por decreto en “situaciones excepcionales”, terminó normalizando el autoritarismo legal.
Cuando la democracia se volvió incómoda, se gobernó al margen de ella. La historia registra que, finalmente, Hindenburg, cansado y presionado por sus propios asesores, nombró canciller a Adolf Hitler en 1933, creyendo que podría controlarlo.
El paralelismo con México no radica en los personajes, sino en el riesgo estructural. La presidenta Claudia Sheinbaum, respaldada por una mayoría parlamentaria y un discurso de legitimidad popular, concentra hoy un poder inédito en décadas. Su administración sostiene que busca “profundizar la democracia”, pero los contrapesos formales: el Poder Judicial, los órganos autónomos, la prensa crítica, se encuentran bajo presión constante.
En ambos casos, la tentación del poder absoluto se justifica en nombre de la eficacia.
Weimar colapsó bajo inflación, desempleo y resentimiento social. México, aunque estable en macroeconomía, sufre una pobreza persistente, inseguridad y una desigualdad que mina toda noción de justicia.
En la Alemania de los años treinta, la política se convirtió en un plebiscito emocional: patria o traición, pueblo o enemigo. México repite esa dinámica en redes, conferencias y campañas, donde el adversario es tratado como traidor antes que como rival legítimo.
En Weimar, los grupos paramilitares sustituyeron a las instituciones. En México, las Fuerzas Armadas se han convertido en actor económico, policial y político. La lección histórica es clara: cuando los uniformes sustituyen a los civiles, la república se debilita.
En Alemania, las élites conservadoras creyeron que podían “usar” al populismo para estabilizar el país. En México, muchas voces que deberían defender la legalidad prefieren el silencio o la conveniencia.
¿Cómo evitar similar desenlace?
La experiencia de Weimar enseña que las democracias no mueren por golpes de Estado, sino por renuncias sucesivas a la ley. La ciudadanía se acostumbra a los abusos “por el bien común”, los tribunales ceden ante la presión y los políticos justifican el poder concentrado como un remedio temporal.
Frente a ello, el antídoto no es un nuevo caudillismo, sino el reencuentro con el Estado de derecho.
Las fuerzas democráticas de cualquier orientación, deben concentrarse en reordenar las instituciones sin destruirlas, reconstruir el servicio civil, profesionalizar la justicia y devolver al Congreso su dignidad deliberativa.
Una alternativa verdaderamente democrática debe defender tres principios básicos:
• Legalidad sin excepción: ningún líder está por encima de la ley ni puede suspenderla por conveniencia.
• Pluralismo sin odio: el adversario no es el enemigo; la discrepancia sostiene la república.
• Instituciones sin culto personal: el poder debe pasar, las instituciones deben permanecer.
Weimar fue una advertencia escrita con sangre y decepción: cuando la política renuncia a la verdad y al equilibrio, los extremos llenan el vacío. México no está condenado a repetir ese destino, pero los síntomas están a la vista.
La defensa de la democracia no pertenece a un partido, sino a la conciencia de quienes entienden que ningún gobierno, por más popular que sea, puede reemplazar la fuerza silenciosa de las leyes.



