Cuesta trabajo convencer de que el justo medio es la respuesta a una pregunta cualquiera, en una era donde sólo el radicalismo vende, y donde la moderación no moviliza ni a los moderados. Lo malo es que a veces no hay de otra. La Jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, declaró recientemente que las causas de la pobreza en el país son estructurales (no es por flojos, dijo, sino por factores externos, que la gente es pobre), y las redes sociales se llenaron casi al instante de clasemedieros subidos en caballos blancos, condenando lo que, a su modo de ver, era una apología de la molicie y el clientelismo (no lo dijeron con esas palabras, porque no las conocen, pero ese es el mensaje detrás de los insultos).
Ese es un tema apasionante, el hecho de que los clasemedieros somos los que menos conciencia tenemos de los arreglos institucionales y políticos que hacen posible cierta prosperidad, cuando la hay, y que nos hacen acceder a ciertas cosas que en otros países son impensables para quien no sea verdaderamente rico (el servicio doméstico de planta, para no ir más lejos). En pocas palabras, el profesionista de clase media vive convencido de que él no le debe nada a nadie, y que todo lo que tiene es por sus propios méritos.
Es aquí donde se pone interesante, porque resulta que el mérito individual tiene alcances pero también límites. Concretamente, afirmo que las clases sociales no son permeables gracias al mérito, entendido como una suerte de disciplina escolar para desahogar pendientes de oficina o de ir sacando créditos a largo plazo y luego pagarlos puntualmente. Podrás ser el más próspero de tu círculo social, pero en ese te vas a quedar. El rico no ve a su abogado o a su paniaguado con maestría distinto de como la tía Lola ve a su jardinero. Lo va a tratar bien e igual y hasta lo invita a sentarse para que se tome su Pepsi con ella (tan buena, la tía) pero ni le pasaría por la cabeza hacerlo su yerno o su socio. Pues así hacia arriba.
La mejor estrategia de los ricos fue convencer a los que no lo son, de que ellos mismos tenían sus fortunas por trabajar mucho, y lo mismo era asequible a cualquiera que se quedara en la oficina hasta suficientemente tarde. Tiene hasta raíces filosóficas. El discurso liberal (no el neoliberal, sino el del liberalismo en todas sus vertientes) es efectivamente individualista, pero no en el sentido tan escolar de “egoísta”, sino en el de reconocer valor moral únicamente en el individuo.
Políticamente, esto es lo que permite hablar de derechos humanos y libertades individuales. Es lo que está en la base de los límites del Estado, pero también a cualquier organización que pretenda alienar a sus integrantes en aras de un bien colectivo. Sin embargo, el discurso neoliberal reproduce los argumentos de la individualidad en lo económico, asumiendo igualdad de oportunidades y permeabilidad social con base en el esfuerzo individual exclusivamente: el discurso del mérito, ni más ni menos. Y este es el que no aguanta ninguna revisión seria. Cuando se dice que hay factores estructurales que perpetúan la desigualdad y la acentúan, el andamiaje jurídico completo de los países occidentales desde los 80s parece cumplir con eso.
En el fondo está siempre una visión fiscal. Si los billonarios se la pasan hablando de filantropía, es porque ese discurso les ha permitido evadir el otro: el de los impuestos. El consenso de Washington implicaba, en su centro, la creencia de que a menores cargas impuestas a los particulares, mayor riqueza para la sociedad en su conjunto. Esto no pasó, pues resulta que la generación de riqueza no implica su redistribución. Esto último se hace mediante los impuestos, que se fueron haciendo cada vez menos para los más ricos.
Las exenciones tributarias a “la inversión”, las condonaciones fiscales discrecionales, los paraísos fiscales y el libre movimiento de capitales, todo el sistema está diseñado para que las ganancias del modelo económico se privaticen, pero las pérdidas y los costos (el del mantenimiento del Estado, de entrada) se socialicen. Hasta la fecha vemos a los empresarios decir que ellos “crean empleos”, como si lo hicieran por buenas gentes. La ganancia es lo de menos, lo importante es que le permiten a la gente superarse siendo sus empleados.
Sale, pues. Por eso tiene sentido hablar de problemas sistémicos. Ahora bien, en la retórica populista implica hacer, sin matices, la afirmación de que lo mismo da trabajar o no, ser mediocre o sobresaliente. Y eso es una mentira tan patética como la otra. No se puede pasar de los límites del mérito a la irrelevancia del mismo, porque este sí hace bastante diferencia dentro de una misma estructura social. Con todo y los padrinazgos y compadrazgos, en condiciones iguales de conexión social, el mérito sí es un fiel de la balanza.
No será muy alentador decirlo así, pero es mejor que nada. La consecuencia de un discurso político que desconoce el mérito, es que valida el resentimiento y libera de toda responsabilidad al individuo de su propia circunstancia. Es, de hecho, un discurso que valida el narcisismo, individual y colectivo. Pero sin cambios estructurales la desigualdad a nivel macro no puede abatirse. Y a quien crea que la solución es incremental, no le espera la riqueza, sino el karoshi.