I.

En otoño de 1984, arribé al Distrito Federal para iniciar mis estudios en Relaciones Internacionales en Ciudad Universitaria. Un año después, el 19 de septiembre de 1985, perdería mis pocas pertenencias de estudiante con el terremoto, pero salvaría la vida. En principio, llegué a vivir a Montealbán casi esquina con La Morena, Colonia Narvarte. Cuando el temblor, habitaba en la Colonia Álamos, en Xola casi esquina con Castillo.

Imposible imaginar lo entrañable que esa geografía sería un día para mí. Doña Pina, la casera de Montealbán que me rentaba una habitación compartida, me alimentaba no sin afecto cinco veces por semana mientras estudiaba en la UNAM. Cuando enfermó y suspendió el servicio, me fui a vivir a la Álamos. No obstante, continué mi costumbre en los pocos tiempos libres que me dejaba la universidad: caminatas por las calles de la Narvarte, Del Valle y otras colonias vecinas, tomando como columna vertebral la Avenida Vértiz; las colonias Buenos Aires y Doctores siempre se andaban con cierta alerta, por los asaltos y los negocios turbios. Hasta que el temblor me hizo migrar a otras zonas de la ciudad.

Ese 19 de septiembre -una vez transcurridos esos terribles momentos a partir de las 7:19 am-, desde la Universidad, muchos estudiantes fuimos a auxiliar como rescatistas al Multifamiliar Juárez, Colonia Roma (Centro Urbano Presidente Juárez). La escena de la tragedia era devastadora. Y aún lo es hoy cuando se mira las fotografías de los edificios caídos y la gente ayudando, haciendo cadenas para sacar los escombros, arriesgando su vida por salvar la de otros. Recuerdo la tristeza colectiva de ese día cuando se sacaba un cadáver de entre las ruinas; y el júbilo esperanzador cuando se rescataba la vida de una persona.

Composición a partir de los restos del mural de Carlos Mérida en Multifamiliar Juárez; ubicada en el Parque de Fuentes Brotantes, Tlalpan, y afectada por grafiteros.

Después de muchas horas, el cansancio llevó mis pies sobre calles oscuras para tomar un baño en casa y regresar a la desgracia, pensé. No había transporte público, así que caminé al sur sobre Avenida Cuauhtémoc, y cuando alcancé Xola, doblé a la izquierda. Al avanzar la avenida, reinaba una oscuridad casi absoluta, un silencio ensordecedor y cierta condición de ruina que acentuaban los relámpagos color violeta brillante que esa noche se prodigaron en el cosmos; como una aurora boreal. Destellos conocidos, me entero hoy, como “luces de terremoto”, que los científicos han explicado como un fenómeno ocasionado por un estrés tectónico o a causa de la liberación de energía electromagnética antes, durante y después de un temblor de fuerte magnitud. Ese fenómeno de 1985 sucedería de nuevo en 2017 –relataron los testigos, testimoniaron los videos y registró la prensa-, en una malhadada coincidencia, un 19 de septiembre también; durante la conmemoración de la desgracia de 1985.

Impresionado por los relámpagos, avancé sobre Xola. Me consternó ver el bello edificio de Comunicaciones derrumbado, dañadas las composiciones muralistas de Juan O’Gorman, José Chávez Morado, Francisco Zúñiga y Rodrigo Arenas Betancourt (y vueltas a dañar 32 años después); la edificación en la Roma, desde donde venía caminando, había sido a su vez embellecida con murales de Carlos Mérida. En ese momento, me latió el pecho con sobresalto, como un presagio. Pasos más adelante, al llegar donde vivía, atestigüé mi propio infortunio. El edificio de la esquina de Castilla y Xola, de diez pisos, había caído como emparedado sobre el mío, de cuatro. Sí, sin proponérmelo, había salvado la vida al caminar al metro Etiopía a las 6:20 de la mañana ese 19 de septiembre de 1985 para ir a clases. Al estar frente al derrumbe, no lloré, mas sentí tristeza, soledad, quebranto del ánimo. De los otros tres compañeros de vivienda, no sabía nada.

Las columnas más leídas de hoy
Edificio de la secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas antes del terremoto de 1985.

Poco a poco conoceríamos las dimensiones de la tragedia en la ciudad. Asimismo seríamos partícipes o testigos de esa ya célebre solidaridad de la gente que ayudó en todo lo que pudo. El humanismo que se volcó a sacar y cargar escombros o a acopiar alimentos, prepararlos, llevarlo a las víctimas en los albergues, a los que trabajaban en el rescate. Naturalmente, todos fuimos voluntarios en la medida de nuestras posibilidades. A pesar de ser damnificado, no me sentí de esa manera, así que me incorporé a las labores de la solidaridad mientras me albergaba en casa de la familia de una compañera de la universidad que vivía en la calle de Asturias. Cuando más o menos se hubo limpiado la destrucción de los edificios caídos y puesto cierto orden, apenas pude creer el día en que rescaté, dentro de un cerro de objetos acumulados, un buen número de mis libros. Algunos los tengo aún. De vez en cuando, al abrir uno de ellos, encuentro pequeños fragmentos de cemento entre sus páginas; mudos, inertes testigos del dolor.

Aquella noche la pasé en la sala del departamento de Asturias con mi amiga, quien había estado buscándome durante todo el día pensando lo peor. Cuando llegué agotado después de larga jornada, me vio al fin; corrió, me abrazó y me llevó consigo. Ya en la madrugada del 20 de septiembre, los destellos, la luminosidad resplandeciente, relumbraban a espasmos en el oscuro firmamento de manera impresionante. Aún recuerdo cómo los relámpagos de aquella noche traspusieron las ventanas del departamento, iluminando el bello rostro de mi amiga

Pronto tuve que irme de allí, a otro rumbo de la ciudad. Extrañé las calles de la Narvarte, las que narra José Agustín en De perfil, la precoz novela de 1966. Su hábitat y origen, en cierta manera, de la llamada literatura de la “Onda” así calificada y petrificada por la escritora Margo Glantz. Las extrañé porque, después de todo, ahí había vivido al llegar a la ciudad, salvado la vida de manera fortuita y sufrido mi primer amor estudiantil; del cual no deseo hablar por el momento.

Foto, Héctor Palacio

II.

Impensadamente, años después, en 1997, antes de abandonar la ciudad “para siempre”, regresé a Montealbán, casi esquina con Ángel Urraza. Cinco años más de vida por ahí. Era mi vecina una adolescente francesa que cumplió su ambición temprana de convertirse en estrella de Televisa, Angelique Boyer. Había recorrido ya para entonces, trabajando aquí y allá, varios escenarios de la ciudad, zonas, geografías, atmósferas, gentes; mudando conforme a las circunstancias.

En este nuevo tiempo pude disfrutar a plenitud la Avenida José María Vértiz. Caminar al Parque de los Venados, disfrutar cafeterías antiguas como Do Brasil La Balsa o las que se ponían de moda con la explosión del gusto por el café auténtico; visitar pequeños restaurantes y fondas; ir a tianguis y mercados de los alrededores, incluyendo el de Portales, donde un día vi al afamado cronista Carlos Monsiváis sin sus gatos. Y caminar y caminar hasta alcanzar en algún momento ese llamado estado alterado de la conciencia en que se siente uno flotar, como si tuviera resortes impulsores o casi alas, sin haber consumido más que calles y calles y más calles.

Y culminar siempre alguna mañana, alguna tarde o noche en ese conglomerado de sitios tan recordados y sabrosos que convergen en la Glorieta SCOP; punto de llegada o inicio de al menos 8 vías. Comer tortas de pavo y pierna, tamales y quesadillas con Doña Flor, tacos de canasta con El Pifias; tacos de suadero y cabeza con El Piragua; y sobre todo, los insoportablemente ricos tacos al pastor (con piña, por supuesto, y demás verduras y salsas). Qué sabroso recorrer todos esos dorados trompos; entre más dorados, más apetecibles. Una abrumadora experiencia culinaria subrayada en estos días por el fenómeno viral de la “comida callejera” o Street Food, que youtuberos internacionales se deleitan en mostrar y disfrutar al tiempo que obtienen cientos de miles de vistas y monetizan no pocos ingresos. Pero una vez satisfecho el apetito, siempre volver al café con una banderilla; un helado también, o dos. Cierto, podía uno hacer casi todo en ese radio geográfico; como vivir en universo propio. Tiempo amable, recordado, disfrutado. Tiempo también, de un amor grato al corazón; del cual tampoco hablaré por el momento.

Después de cinco años me fui; otros derroteros, fuera del país. Pero un día regresé a la ciudad. No obstante, otro amor ya ido me arrastró a vivir distante de mi querencia original. Así son las cosas.

Hoy, cuando tengo oportunidad, subo al metro y me dirijo a la estación Etiopía (a la que han agregado el nombre de “Plaza de la Transparencia”). Desciendo y comienzo a caminar otra vez sobre Xola, como el 19 de septiembre de 1985, a mi geografía de recuerdos, goces y sufrimientos. Pese a los abusos del llamado “Cártel Inmobiliario” de la Alcaldía Benito Juárez (tienen que llegar a fondo las investigaciones), la zona ha cambiado para bien, me parece, se ha modernizado pero emana todavía un aire antiguo. Actividad y comercio; vívidas calles. Después de recorrer tramos de su grata y nostálgica columna vertebral, Vértiz, siempre termino en esa glorieta que tiene imán. Una vez allí, mientras tomo un descanso en las bancas de la glorieta pienso, ¿y por qué no? ¿Quién dice que no podría volver a Montealbán? Llegar por tercera vez, caminando sobre Vértiz, a esa calle y geografía que, junto a la tragedia, guarda parte de mis nostalgias y recuerdos más entrañables y definitorios.

Glorieta SCOP con la fuente al centro.