En el Senado mexicano se discute una reforma laboral que propone otorgar de uno a tres días de licencia menstrual con goce de sueldo a mujeres y personas menstruantes diagnosticadas con dismenorrea incapacitante. La propuesta, impulsada por la senadora Lilia Margarita Valdez Martínez (Morena), pretende que las ausencias derivadas del dolor menstrual no afecten el salario, los bonos ni la antigüedad de las trabajadoras.

A primera vista, parecería un avance histórico: por fin el Estado reconoce que la menstruación puede ser incapacitante al tiempo que hablamos de un tema que sigue pensado como algo oculto o privado solo para hablar con las madres. Pero si se mira con detenimiento, la iniciativa revela un sesgo estructural que atraviesa casi todas las políticas públicas en materia de género: está pensada para una minoría de mujeres que ya tiene seguridad social, acceso médico y condiciones laborales formales. Es decir, para quienes han logrado cruzar el umbral del privilegio. Las críticas en este texto no son desde la mala fe. Es un hecho que los esfuerzos aportan al avance y debatir sobre el impacto económico y social de la menstruación comienza a llenar los vacíos sobre aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de la desigualdad estructural y de eso que parece invisible a los ojos de los no menstruantes, pues la realidad es que los factores fisiológicos de las mujeres impactan en su desarrollo.

De lo íntimo a lo colectivo

La primera crítica que tengo a esta iniciativa es que relega a lo privado un asunto que es urgentemente público. Algo que debe abordarse de forma colectiva desde el Estado, las instituciones de salud pública y privada así como las fuentes de empleo. Una licencia implica poder faltar sin consecuencias económicas o administrativas en caso de tener empleos formales, pero la dinámica real sobre brechas salariales se mantiene y el factor mujer/ maternidad sigue siendo algo que las empresas toman en cuenta antes de contratar. De hecho, dentro de las dinámicas corporativas, las mujeres suelen estar obligadas a dar doble o triple esfuerzo para probar su capacidad y eso implica que no puedan faltar y menos exponer una razón como esta para su ausencia. La menstruación ha sido durante siglos un hecho confinado al ámbito de lo íntimo, una experiencia que cada mujer carga en silencio y resuelve como puede. Sin embargo, entenderla como un fenómeno biológico individual es una trampa que impide verla como lo que realmente es: un asunto de salud colectiva que exige corresponsabilidad institucional.

Después se encuentra el machismo en la medicina. El punto de partida de esta iniciativa —exigir un diagnóstico médico que acredite la dismenorrea— parece razonable en un país con sistemas de salud sólidos. Pero en México, donde la mitad de las mujeres no tienen seguridad social y las consultas ginecológicas suelen implicar largas esperas o gastos imposibles, la exigencia del certificado es un filtro de clase y un poco de suerte, pues toparse con profesionales de la salud que le crean a las mujeres sobre sus síntomas resulta excepcional.

Solo quien ha logrado vencer al monstruo de la precariedad, pagar transporte, estudios y consultas, y llegar hasta un especialista que, además, le crea, podrá acceder a este derecho. Porque el machismo médico también cuenta: las mujeres son sistemáticamente subdiagnosticadas o mal diagnosticadas. Diversos estudios han documentado que los médicos tienden a minimizar el dolor femenino, atribuyéndolo a ‘exageraciones’ o ‘causas emocionales’. En consecuencia, padecimientos como la endometriosis o los miomas pueden tardar entre seis y ocho años en ser correctamente diagnosticados.

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En ese contexto, la licencia menstrual deja de ser un derecho universal y se convierte en una conquista de clase media. De hecho, someter una licencia menstrual al diagnóstico médico reafirma la idea de que las mujeres mienten y por tanto, no basta con que una mujer afirme sentirse tan mal que esta imposibilitado para trabajar. No basta con que una mujer afirme que algo anda mal con su cuerpo y proceso menstrual sino que forzosamente un profesional de la salud debe determinarlo pues en todo caso, las mujeres no son expertas en ellas mismas y sus vivencias no son válidas a menos que un tercero las acredite. Si encima, entendemos que los umbrales de dolor son distintos, que no hay una prueba objetiva sobre esto sino que se basa en el proceso de entrevistas y que la ciencia médica estudia mucho menos los cuerpos de las mujeres y sus procesos, estamos en el hoyo.

La exclusión de la mayoría: la informalidad como frontera

Entonces esta iniciativa es un asunto de clase, que además, solo contempla a quienes tienen acceso a servicios médicos y empleos formales. Es decir que se olvida de las más pobres. De acuerdo con el INEGI, la tasa de informalidad laboral en México alcanza el 54.5%, y entre las mujeres asciende a 54.9%. Esto significa que más de la mitad de las trabajadoras no cuentan con seguridad social ni prestaciones. Son vendedoras ambulantes, trabajadoras del hogar, jornaleras, meseras, empleadas por honorarios o en pequeños comercios. Para ellas, ausentarse del trabajo un solo día no solo implica perder ingresos, sino arriesgar su supervivencia económica. Ni tienen tiempo de ir a diagnosticar se ni tienen soporte económico que les permita la ausencia.

¿Cómo aplicar una licencia menstrual en un país donde la mayoría no tiene contrato ni prestaciones ni IMSS que les emita incapacidades? La respuesta es simple: no se puede. Y por eso esta reforma, aunque bien intencionada, corre el riesgo de convertirse en una política de vitrina: visible, celebrada, pero inoperante para la mayoría.

Si la menstruación se entiende de forma colectiva, el punto de partida no debería ser el diagnóstico médico, sino la prevención, la educación menstrual y la accesibilidad. El simple hecho de tener una idea sobre el parámetro de lo que es normal y lo que podría indicar enfermedad a la hora de menstrual ya es privilegio. Hablemos de políticas públicas que ofrezcan productos de gestión menstrual gratuitos y ecológicos —copas, discos, calzones absorbentes—, educación menstrual en escuelas y centros laborales, y protocolos de atención médica sin discriminación.

Tengo una amiga que desde la secundaria se enfermaba mucho por menstruar y los primeros en creer que exageraba para faltar a la escuela eran sus padres. Tardó cerca de 10 años en ser diagnosticada y su desempeño laboral ahora es independiente, más bien como freelancer pues encima, exponer su situación era desagradable y humillante en la manera que sus primeros trabajos le hicieron sentir. Menstruar con dolor marca vidas.

El punto crítico es el sistema de salud. De poco servirá que algunas mujeres puedan quedarse en casa dos o tres días si la mayoría ni siquiera puede acceder a una cita médica gratuita. El IMSS contempla incapacidades de uno a tres días por dismenorrea, pero exige trámites mensuales y certificados especializados, lo que se traduce en burocracia, pérdida de tiempo y, de nuevo, desigualdad.

La realidad es que miles de mujeres viven dolores paralizantes, vómitos, mareos o fiebre sin atención ni diagnóstico. Se automedican o trabajan con dolor porque no tienen alternativa. Este es el verdadero rostro de la desigualdad menstrual en México: la naturalización del sufrimiento femenino como parte del deber laboral.

La iniciativa de licencias menstruales es, sin duda, un paso simbólicamente poderoso: coloca el tema en la agenda y reconoce que ninguna debería ser castigada laboralmente por menstruar. Pero una política que nace en los límites del privilegio no puede proclamarse como universal. Si queremos construir una política menstrual con justicia social, hay que ir más allá de los permisos y atender las causas estructurales: el sesgo médico, la precariedad laboral y la falta de educación menstrual. La menstruación no debería ser una carga que cada mujer gestione a solas, sino una responsabilidad colectiva asumida por las instituciones de salud, educación y trabajo.

Colima, Hidalgo y Nuevo León ya tienen este tipo de licencias. En la Ciudad de México existe para estudiantes de secundaria y preparatoria. Aún así, es un beneficio inaccesible o inservible para las mayorías. Reconocer el derecho a menstruar con dignidad no empieza con una incapacidad médica. Empieza con la voluntad política de mirar el cuerpo de las mujeres sin prejuicios, sin clasismos y sin jerarquías. Inclusive, el derecho a descansar uno o tres días por dolor menstrual no debería depender de quién tiene un diagnóstico, sino de quién tiene humanidad. Como decía la 4T: Por el bien de todos, primero las pobres.