Acapulco es un gran destino turístico, sí, pero que solo vive en fotografías color sepia, en ediciones de libros, revistas y/o periódicos viejos, y en la memoria de las personas que tuvieron el inmenso privilegio de vivirlo. Muchos son los motivos de la debacle: la autopista del Sol, que si bien era indispensable creó un incentivo perverso para todo el ecosistema turístico de la ciudad y puerto. De pensar y actuar a la voz de “para qué mejorar, si de todas maneras todos los fines de semana el destino turístico va a estar lleno”. Y es que todos los estados de la federación de la llamada megalópolis tienen como destino de playa natural a Acapulco, el otro cercano es Veracruz, sitio carente de vocación de naturaleza turística.
Otros dirán que los dos últimos huracanes, sobre todo el monstruoso Otis, pero eso solo fue una especie de tiro de gracia; el Acapulco del oropel no existía ya más.
El destino turístico aún en los años noventa conservaba cierto prestigio y glamour; incluso los primeros años de los 2000, pero la caída en picada coincide con la famosa transición a una “democracia sin adjetivos” que, escrita y descrita por intelectuales desde su privilegio, algunas veces incluso ilegitimo y sentados en lujosos sillones de sus estudios en fraccionamientos que suponen una burbuja que los aísla del México real, pregonaban por el paso del país a esa entelequia, mal instrumentada, además, que los hombres avezados en cuestiones de Estado, sabían que sería la receta perfecta para una especie de caos, de regreso al “estado de naturaleza” (Thomas Hobbes, dixit), a un país del ¡sálvese quien pueda!
Bien, aterrizando lo anterior al caso Acapulco (y a la inmensa mayoría de estados y municipios), se convirtió en que los aspirantes y ganadores para cargos de gobernador y presidente municipal, en los hechos, se compran. Lejos, muy lejos de los filtros que ponía el antiguo sistema PRI, partido hegemónico, que hacían impensable el que auténticos simios llegarán a esos cargos como es ahora, en los que gana el que más recursos recibió por parte de constructores (o cualquier tipo de empresario) que su objetivo es tener rendimientos exponenciales a esa “inversión’ (dineros del crimen organizado incluido), a cambio del apoyo de los cuerpos policíacos estatales y municipales, por ejemplo, donde, por si ya fuera todo esto poco, los envuelve un manto de impunidad que no se aleja del Haití actual.
Al que esto escribe, todavía le tocó en Acapulco ver gobernadores y alcaldes decentes, auténticos caballeros respetables que hacían que todo funcionara. Impensable que los servicios públicos municipales fallarán, como hoy es la regla y no la excepción.
En el caso de las presidencias municipales, un almirante Alfonso Argudín, un Amín Zarur, un señorón Morlett, un Rogelio de la O, un Israel Soberanis, un Zeferino Torreblanca, y el último, un Alberto López Rosas (2002 / 2005). Y a partir de esa fecha, la infamia, la porquería, el tener como aspiración para prosperar el acceder a un cargo público, nunca para mejorar el estado de cosas, sino para el saqueo y la abyección son lo normal. ¿Por qué la carrera del licenciado López Rosas quedó pausada? Simple, porque en Acapulco, Guerrero, y en todo el país, el que pretende escalar en la pirámide del servicio público con preparación, inteligencia, aptitudes y actitudes todas enfocadas a las buenas intenciones es visto como una amenaza.
Por todo eso, y mucho más, es doloroso el hecho de que México haya fracasado, desde el día uno (en 1997) al día de hoy en sus afanes por una supuesta transición democrática “sin adjetivos”, que ahora los tiene tantos y tan deshonrosos, que sería ejercicio ocioso aquí enunciarlos, además de ser motivo de llamarnos a un estado depresivo.


