Cuando murió el último de sus gatos, llegaron a su casa unos forasteros extraños e inesperados. Justo en el mismo instante en que el felino exhalaba su último aliento, sonaron cuatro golpes secos en la puerta del pequeño departamento. La liturgia de la muerte se vio interrumpida por el sonido de la madera aporreada. El imperio del silencio fue quebrantado. Y aunque la soledad hipócrita siempre requiere de compañía, aquella noche, Magdalena no esperaba visitas. Era de noche. Era un martes.

No se molestó en enjugarse las lágrimas. La viudez prolongada llega a prescindir de la vanidad.

Magdalena llevaba trece años sola; diez de ellos, indiferente a su reflejo. Ocho inviernos en que los espejos le escupían su imagen. Por eso se acostumbró a darles la espalda. Su belleza fue deglutida por el dolor y la desolación, frutos ponzoñosos de la inesperada partida de Joel, su esposo. A quien, si bien ya no amaba; no obstante, se había acostumbrado a quererlo.

Justo antes de que la quietud volviera a imperar, quien fuera que se encontraba del otro lado de la puerta, insistió golpeando con dos aguijonazos secos y decididos. No había duda: alguien deseaba entrar a la triste morada de la mujer solitaria. Ahora ni siquiera con gatos; acompañada únicamente de un patético laberinto de recuerdos empolvados.

Antes de decidirse a abrir la puerta, un recuerdo fugaz la remontó a la última vez que se había masturbado. ¿Cuántos años habían pasado ya? ¿Seis, cinco? El alma suele marchitarse antes de que el sexo se seque.

Tenía tiempo de no hablar con extraños. De no ser por la triste muerte de la última de sus mascotas, hubiera aprendido el lenguaje de los gatos y olvidado el idioma de las mujeres.

Titubeante, Magdalena se dirigió a la entrada de su departamento para preguntar quién deseaba que se le abriera aquel portal por el que hacía más de un lustro que nadie que no fuera ella cruzaba. Porque sus gatos jamás habían salido.

Con un dejo de duda en la voz preguntó que de quién se trataba. Empero no recibió más respuesta que el eco de su incógnita. E instantes después un céfiro gélido le heló las entrañas. Así que inmediatamente se alejó de la puerta. Y luego nuevamente escuchó cual estruendos otros tres golpes necios.

No había rendija para asomarse; y aunque la hubiera habido, no se hubiese atrevido a mirar a través de ésta.

Decidió no abrir. Mas aterrada contempló cómo el cerrojo se descorría lentamente con un chirrido escalofriante. Acto seguido, la puerta comenzó a abrirse lentamente.

El miedo paralizó a Magdalena. Simultáneamente recordó que aquella noche había soñado con una cara pálida sin ojos que graznaba.

Su cuerpo transpiraba a pesar del frío. También habían pasado muchos años desde la última vez que había sudado por motivos ajenos a esporádicas fiebres que en ocasiones la flagelaban.

Una vez abierta la puerta de par en par, Magdalena aún congelada por el horror, que siempre viene glacial, oteó el exterior del departamento. Afuera se encontraban un niño de unos tres años desnudo y una anciana en harapos sosteniendo un bastón con la mano izquierda y con la derecha la mano del crío. Ambos, mudos, observaban el interior del hogar de la mujer sin mirarla a los ojos.

Luego la señora levantó su bastón y comenzó a azotarlo contra el suelo en seis ocasiones. Con el sexto impacto la puerta se cerró súbitamente sin la ayuda de nadie.

El portazo sacó a Magdalena del letargo y se sorprendió al ver a su gato a su lado. Sentado en sus cuartos. Antes muerto; ahora vivo. Pero cuando la señora anonadada intentó levantarlo, el animal se alejó de un salto, vomitó sangre y se dirigió lentamente a la habitación de su dueña, donde minutos después fue encontrado por Magdalena sobre la cama ronroneando tranquilo.

El saberse nuevamente acompañada la alivió y le sirvió de consuelo contra el susto. La soledad absoluta de Magdalena había sido sorteada por algún tipo de embrujo. Esto ya no le preocupó. La compañía pudo más que el miedo, por lo que quien estuvo a punto de quedarse completamente sola se acostó al lado de su minino y durmió toda la noche sin sueños.

Seis semanas después, asediados por el hedor, unos vecinos derribaron la puerta del departamento de Magdalena. Encontraron su cadáver al lado de un gato de cuyo hocico colgaba una gota de sangre.