En fechas recientes, la esquizofrenia argumentativa ha opacado a la lacerante estridencia en nuestro país. Las contradicciones ideológicas se antojan cacofónicas, patéticamente políticas.

Por un lado, los otrora militaristas ahora repudian la militarización; y, por el otro, quienes han hecho de condenar a los militares propaganda política, hoy defienden a las Fuerzas Armadas como la panacea nacional.

Mientras tanto, los pacifistas de siempre, los que somos partidarios de que el único lugar que debe ocupar la sangre son las venas y no las calles, nos quedamos al margen.

De manera simultánea, surge un testimonio que narra cómo se ha venido financiando la operación político electoral del oficialismo desde el año 2006.

El texto, para variar, ha devenido escándalo y mitote. Pero también ha provocado los desplantes de hipocresía jamás antes vistos. De propios y ajenos.

Como si cualquier elección se pudiera ganar con el financiamiento público. Imposible. Menos ahora que las elecciones se han fiscalizado intensamente.

En cualquier campaña política, el verdadero rey es el dinero en efectivo. No el candidato.

Ahora bien, esto no quiere decir que no deje de llamar la atención una versión, aunque resulte anecdótica y no fruto de la investigación periodística, que verse sobre el fariseísmo del mesianismo tropical. El éxito editorial, si se llega a superar la piratería cibernética, está garantizado.

Empero insisto: el ruido nos ha obnubilado. La popularidad del presidente radica justo en esa hipnosis, en ese letargo en que nos tienen con la serenata de la mañanera, con la bulla de las redes sociales. El lopezobradorismo es mitocracia.

Quizás sea el silencio el que acabe reconciliándonos. Pero mientras siga el estrépito de la barahúnda nacional, seguiremos a mentadas de madre y escuchando diario promesas imposibles de cumplir.

El debate se elevará eventualmente. Emergerá de la quietud.