La reciente vinculación a proceso de Los Alegres del Barranco, junto con su representante y promotor, por apología del delito, abre un debate necesario en México: ¿hasta dónde llega la libertad artística y cuándo comienza la responsabilidad social? La decisión judicial se basa en un hecho concreto: la difusión de imágenes de “El Mencho”, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), durante un concierto. Este acto, aparentemente trivial para algunos, carga un simbolismo profundo en un país donde el crimen organizado es una amenaza constante.

La música de narcocorridos y su popularidad han sido objeto de polémica por décadas. No es nuevo que agrupaciones como Los Alegres del Barranco canten sobre capos, armas y enfrentamientos. Pero cuando se muestran imágenes de uno de los delincuentes más buscados del país, el mensaje trasciende lo musical: se convierte en una validación pública de figuras criminales. No se trata solo de entretenimiento; es una narrativa que glorifica la violencia y a quienes la ejercen.

Muchos defensores de estos grupos argumentan que las canciones solo reflejan una realidad. Y en parte es cierto: los narcocorridos nacen del contexto que los rodea. Pero una cosa es retratar la violencia, y otra muy distinta es rendir homenaje a sus autores. Mostrar imágenes de un líder del CJNG en pleno concierto no es una denuncia ni una crítica, es una celebración velada —o no tan velada— de su figura, en un país que ha pagado con miles de vidas el poder de los cárteles.

El juez dictaminó que los acusados deberán firmar semanalmente y no pueden salir del estado, salvo para cumplir compromisos artísticos previos. Esto puede parecer una medida leve, pero es un paso importante para establecer límites. La cultura no debe ser censurada, pero tampoco puede escudarse en el arte para difundir mensajes que normalizan o exaltan a quienes destruyen el tejido social.

Este caso sienta un precedente incómodo pero necesario. Si bien no se trata de criminalizar la música en sí, sí es urgente cuestionar las formas y los contenidos que circulan en los escenarios masivos. ¿Qué modelo estamos ofreciendo a las nuevas generaciones cuando los ídolos musicales aluden sin tapujos a jefes criminales como si fueran leyendas heroicas?

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Por supuesto, esto también exige una revisión más amplia. Las autoridades deben actuar con la misma contundencia frente a los responsables reales de la violencia, no solo contra quienes la glorifican. Pero mientras tanto, los artistas tienen que asumir su parte: el escenario no es un espacio ajeno a la ética. Hay poder en el micrófono, y con él, viene la responsabilidad de no alimentar la narrativa del miedo y la impunidad.

En conclusión, el proceso judicial contra Los Alegres del Barranco no es un ataque a la libertad artística, sino un llamado urgente a reflexionar sobre los límites entre expresión cultural y apología del crimen. México necesita arte que transforme, no que perpetúe la cultura del narco. Y esa diferencia, aunque sutil, puede marcar el rumbo de nuestra sociedad.

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