Hace unos días un amigo me preguntaba sobre los ballets compuestos por Manuel de Falla, en particular El sombrero de tres picos, que junto con El amor brujo son representativos de la estética y el estilo, de la embriagadora música del compositor español. En realidad, prácticamente toda su obra tiene ese carácter embriagador, subyugante, de rara belleza. Y qué mejor ocasión a propósito de una celebración más del Día Internacional de la Danza (29 de abril).

Tras revisar alrededor de una docena de libros mexicanos sobre música –músicos, cronistas, críticos-, me parece necesario hacer una contextualización sobre el carácter musical de De Falla que sirva de comprensión del total de su creación. Una consideración estética, estilística, teórica e histórica que vaya más allá de esa percepción en la que coinciden todos: folclorismo, color local, pintoresquismo, casticismo, nacionalismo incorporado al lenguaje musical moderno de las primeras décadas del siglo XX que, por medio de De Falla, regresa a España a una condición musical importante perdida en los siglos precedentes.

Y me permito esta consideración tomando en cuenta que fue precisamente un artículo sobre Manuel de Falla y su ópera La vida breve el primero que publiqué, en 1995, en esta condición de comentarista, cronista, crítico o periodista cultural en la sección Cultura de El Universal, a cargo en ese tiempo del amable y sobrio Paco Ignacio Taibo I. La importancia de Manuel de Falla es incuestionable en el mundo. En efecto, es el músico más español pero también el más universal de los españoles músicos.

En México ha sido ampliamente comentado. De los libros revisados para esta nota, quiero destacar algunos que se ocupan del compositor español. Atril del melómano (Sello Bermejo; 1997), de Luis Ignacio Helguera (de muerte prematura este sobrino del poeta Eduardo Lizalde), hace al menos 15 referencias a De Falla, en particular se extiende cuando comenta las “Memorias amnésicas” y pretenciosas de Jesús Bal y Gay y su esposa Rosita García Ascot -músicos españoles que vivieron en México por 30 años y al regresar a España lo olvidaron-, pues presumen de su cercanía con el maestro. En otra parte de la obra, al hablar de la música de otro español avecindado en México, Rodolfo Halffter, señala “el despojamiento del colorismo local, la inteligencia paródica, la expresión sobra y universalista del alma hispana; herencia de Manuel de Falla”. En otro libro del propio Helguera, La música contemporánea (Conaculta; 1997), el autor escribe, en “De Falla y la música en España”: “Nacido en Cádiz, residente parisino durante diez años, se sitúa a la cabeza de todos ellos, no siempre por cuestiones de mayor talento como de formación musical superior, depuración técnica y universalidad”. Señala la progresión acendrada “del uso y la transformación del folclor español… hasta imprimir sello propio al espíritu español e independizarse del nacionalismo”.

En Ópera en México de 1924 a 1984 (UNAM; 1986), Carlos Díaz Du-Pond señala haber dirigido La vida breve en México en seis ocasiones. Juan Vicente Melo, en Notas sin música (FCE; 1990), refiere unas diez ocasiones al compositor y observa con rigor la “situación geográfica y las aspiraciones de Manuel de Falla, aspiraciones que se terminaron con la guerra civil española y un éxodo que dejó a los jóvenes compositores en calidad de huérfanos, herederos de una tradición que no llegó a cumplirse plenamente”. Un poco antes, el escritor ha ido a un concierto de la Sinfónica Nacional y se divierte. En “El humorismo de Bellas Artes” reporta: “El segundo concierto de la temporada resultó ser uno de los peores y más aburridos de que se guarde memoria. Ni siquiera el Huapango de Moncayo –cuya audición resistimos heroicamente y en nombre de un jarochista inevitable- logró vencer el sopor provocado por La siesta del fauno y por la absoluta falta de gracia con que Herrera de la Fuente recreó las danzas de De Falla. Por otra parte, no deja de asombrarnos que la OSN todavía no se aprenda el Huapango después de haberlo tocado 300 millones de veces”.

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En el centenario del nacimiento del compositor de Cádiz en 1976, Alcaraz escribe “Manuel de Falla”, un artículo publicado en Proceso y compilado por Octavio Sosa en José Antonio Alcaraz a través de sus textos (Conaculta; 2008). Destaca su “lenguaje personal de fuertes raíces nacionales” (que prefiere valorar como “lo nacional” que da identidad y pertenencia en vez de “nacionalista”, con tinte ideológico), pero va más allá al escudriñar “la rica multiplicidad de funciones, orientaciones, raíces y conductas que marcan al producto musical de Falla. Porque aun cuando nunca deja de tener un inasible casticismo, bien puede ubicarse a Falla como uno de los representantes primordiales del impresionismo al lado de Debussy y Ravel. O es posible identificarlo con la praxis del Stravinski ‘austero’ y el Satie ‘astringente’, dada la sobriedad que los caracteriza en aparente contradicción a la ‘opulencia’ de los dos primeros… Todo esto se encuentra en el trasfondo de Falla”.

Alcaraz también se divierte y en un diálogo entre comadres: “¡Ay amiga!: tan noble el verbo, como justo el concepto e imaginativa plasticidad de la metáfora”, cita el concepto de Jorge Velazco (director y musicólogo) sobre De Falla: “era un hombre escuálido, de salud precaria, de una enorme modestia, que con frecuencia caía en la tristeza y que practicaba la resignación como virtud vital. Era también un ser modesto y de una austeridad escorialesca… ¿Dónde están todas esas características en su obra? La música es toda luz y color y alegría, la síntesis de la nostalgia se vuelve un sentimiento cálido y ferial”. (“¡Olé, rica!... ¡Qué piropo más majo y zertero merezidízimo ze le ha echao al Maeztro Falla en zu Zentenario!”, dice la comadre). Y concluye el musicólogo Velazco: “Pocos, muy pocos son los compositores capaces de poner en sonidos pensamientos abstractos y sentimientos primordiales”.

[Una pausa con el aria “Vivan los que ríen, mueran los que lloran”, de la dramática ópera La vida breve, con Victoria de los Ángeles]:

Y tendré que citarme a mí mismo, pues como he dicho, mi artículo “Manuel de Falla: Un español universal”, fue el primero que publiqué en mi condición de periodista cultural (por decir; usaba entonces el seudónimo Héctor Uribe) un 30 de octubre de 1995 y no se puede encontrar sino en los archivos de El Universal o ahora en la compilación De Caruso a Juan Gabriel. Una mirada de la cultura en México (UJAT/Laberinto, 2019):

“Incorporar el llamado ‘color local’ a la composición musical, operística en particular, no siempre fue un recurso que garantizara éxito al autor. La recreación de una atmósfera o de los rasgos característicos del folklore puede acentuar los méritos de una obra o llevarla a la ruina. Manuel de Falla (1876-1946) imprimió a sus composiciones, como característica fundamental, un sentido autobiográfico. Destacó su origen andaluz. Se respira en ellas el aire árabe de esa región española. Su ópera La vida breve (1905, estrenada en 1913) es nítida muestra de la presencia nacional en su música, lo mismo que El amor brujo (1915), El sombrero de tres picos (1917), y la bella colección de las Siete Canciones Populares Españolas (1914), entre otras partituras. Sin embargo, no por la inspiración local niega otras influencias. La vida breve – Carlos Fernández Shaw (1865-1911), libretista- expresa su adherencia al naturalismo o verismo italiano. En este sentido, me parece, conforma una formidable trilogía junto con Cavallería rusticana (1890) y Pagliacci (1892). También revela su cercanía a la ópera francesa clásica por la incorporación del ballet –se subtitula ópera-ballet, aunque en este caso se trata de danza popular gitana–, y al impresionismo musical de Debussy, Ravel y Dukas. De hecho, fue estrenada en Francia. Esta configuración de elementos diversos, sintetizados y expresados en el talento de De Falla, se olvida o diluye cuando se representa su ya clásica obra”.

Todo lo dicho anteriormente para llegar al autor que, me parece, mejor ha sistematizado en México ese proceso de incorporación del color local y lo nacional a la música clásica moderna. El musicólogo español emigrado a nuestro país Otto Mayer-Serra, en el capítulo tercero, “El nacionalismo musical en México”, de su libro Panorama de la Música Mexicana publicado en 1941 por El Colegio de México.

Mayer-Serra establece cuatro fases en el proceso estético, estilístico, teórico e histórico de “todos los nacionalismos del mundo” musical:

1. Caracterizada por el predominio absoluto y representativo de un estilo musical ajeno, como lo fue el italianismo operístico en España y México hasta muy entrado el siglo XIX. Los compositores escribían entonces en un idioma musical extranjero…

2. El elemento popular se apodera de la melodía y el ritmo a los cuales infunde una característica nota nacional, dejando intacto, no obstante, en principio, el ropaje armónico-formal que sigue siendo determinado por las normas cosmopolitas.

3. Los elementos rítmico-melódicos populares empiezan a adquirir una mayor autonomía, penetran la escritura armónica, transforman los esquemas tradicionales de las formas e inician un nuevo ideal sonoro. Significa el paso de la mera asimilación de materiales folclóricos a la creación de un lenguaje musical netamente nacional que se efectúa en la cuarta fase.

4. Constituye la liquidación radical de los modelos extraños. El dinamismo arrollador de las fuerzas rítmicas populares se abre paso por encima y más allá de las barras de compás; se rompen las formas convencionales y surgen combinaciones sonoras de una novedad insospechada.

Poco a poco los nacionalismos, ya bien entrado el siglo XX, “pierden las características tangibles de la materia bruta folclórica a medida que se cristalizan sus procedimientos técnicos, hasta que se convierte finalmente en música universal, de valor puramente humano”.

Así se explica Manuel de Falla de España o Silvestre Revueltas en México. De Falla entra en la segunda fase con El amor brujo y Noches en los jardines de España. Se prolonga a la tercera fase con algunos pasajes de Noches en los… y con El sombrero de tres picos. Y se afianza en la cuarta fase con El retablo de Maese Pedro y el Concierto para clavicémbalo. Es decir, se extiende históricamente en el transcurso del siglo XX si se considera que en La vida breve ya está del todo presente lo español, como establecí en mi nota al respecto.

La obra de Mayer-Serra es de 1941 y observa la entrada tardía de México a esa vorágine creativa que sin duda traerá una gran productividad creativa con Silvestre Revueltas, Carlos Chávez, José Rolón, Juan Pablo Moncayo, Blas Galindo incluso Manuel M. Ponce, entre otros. Se trató de universalización a partir de la identidad nacional y se vivió en varios países de “alta tradición”. Mayer-Serra nos regala un cuadro sinóptico comparativo que incorpora a España, Rusia, Checoslovaquia (así llamada entonces), Hungría y México.

Cuadro sinóptico de Otto Mayer-Serra; proceso del nacionalismo musical.

[Una escena de El sombrero de tres picos]:

Los ballets de De Falla

Pues se ha extendido esta presentación y quedaré mal por esta ocasión con mi amigo. Ya habrá ocasión para hablar de los interesantísimos procesos creativos e interpretativos tras El amor brujo y El sombrero de tres picos. En cuanto a este, tiene como punto de partida la novela de Pedro Antonio de Alarcón publicada en 1874. Manuel de Falla compuso a partir de ella una pantomima en 1917 (tenía curiosidad el compositor, pues El retablo es una obra para marionetas) que a petición de Serguei Diáguilev se convirtió en ballet estrenado en 1919 por los ballets rusos con decorados de Pablo Picasso.

Diáguilev, ese “animador dotado de colmillo y genio supo agrupar todo lo que representaba un valor de innovación en cuanto a músicos y pintores respecta… tuvo una influencia determinante sobre la evolución de la música moderna”, cita Alcaraz a Claude Rostand, quien “da en el blanco”, ya que Diáguilev es un “estratega seminal” pues con El pájaro de fuego, Petruchka, La consagración de la primavera, La siesta de un fauno, Juegos y El sombrero de tres picos, “habría de transformar –subraya Alcaraz- gracias a su decidido radicalismo, la concepción y naturaleza de las artes escénico-coreográfico-musicales” (otro elemento pendiente es la relación entre De Falla y Stravinski).

El sombrero de tres picos, concluye Helguera, es un “fresco andaluz lleno de colorido y virtuosismo instrumental”. De Falla convirtió el ballet en una versión sinfónica y se hicieron también dos suites, esa suerte de síntesis musical de las obras escénicas, como hemos visto con La Arlesiana y Carmen, de Georges Bizet. Por otro lado, existen versiones fílmicas, una de ellas una muy graciosa con Joaquín Pardavé.

Por el momento no queda más que disfrutar la obra de belleza embriagadora de Manuel de Falla. Por ejemplo, “La danza del fuego” y “La canción del fuego fatuo”, de El amor brujo en versión cinematográfica:

Manuel de Falla

Héctor Palacio en Twitter: @NietzscheAristo