Recuerdo que en mis años universitarios, uno de mis profesores repetía una frase que se me quedó grabada: “No basta con ser licenciado, también hay que parecerlo”. No se refería únicamente a la ropa formal o al porte elegante, sino al conjunto de símbolos, actitudes y gestos que proyectan autoridad, profesionalismo y respeto por la institución que uno representa. La imagen, aunque muchos quieran restarle importancia, comunica tanto como las palabras.
Hoy esa frase vuelve a mi mente al ver una imagen pública del nuevo presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Hugo Aguilar Ortíz, ataviado con un sombrero de palma y un chaleco de lana tradicional. No pongo en duda sus méritos académicos, su carrera judicial o su capacidad para ocupar el cargo más alto del poder judicial, pero sí cuestiono el mensaje que se envía con una imagen así en un momento tan delicado para la justicia mexicana.
La Suprema Corte es el máximo órgano de interpretación de la ley en el país. Su presidente encarna, al menos en teoría, la sobriedad, imparcialidad y formalidad que exige la Constitución. Por eso, las formas importan. Un atuendo que se asocia más con festividades regionales o usos culturales locales —por valiosos que sean— no parece el más apropiado para una aparición pública en calidad de presidente electo de la Corte.
No se trata de discriminar o menospreciar tradiciones. México es un país multicultural y eso es motivo de orgullo. Sin embargo, hay contextos que demandan códigos visuales claros. Así como no se espera que un juez acuda a una audiencia vestido con camiseta y chanclas, tampoco resulta congruente que la máxima figura judicial proyecte una imagen festiva en lugar de institucional. El lenguaje visual es tan importante como el jurídico cuando se trata de liderazgo.
Algunos dirán que la vestimenta no afecta su capacidad para impartir justicia, y es cierto. Pero vivimos en un mundo donde la percepción pública influye directamente en la legitimidad de las instituciones. La Corte atraviesa una etapa de cuestionamientos, presiones políticas y desconfianza ciudadana. En ese contexto, cada gesto, cada palabra y cada imagen del presidente se interpreta como un mensaje.
Y en este caso, el mensaje que se lee es de informalidad, o incluso de trivialización, en un cargo que exige la máxima seriedad. Las formas no son un adorno; son una herramienta de comunicación institucional. Si el presidente de la Corte no cuida cómo se presenta, corre el riesgo de minar la autoridad moral que necesita para tomar decisiones difíciles.
Mi profesor tenía razón: no basta con tener el título y la experiencia; también hay que proyectar la investidura que el cargo exige. En diplomacia, en política y en el sistema judicial, la imagen no es vanidad: es estrategia, es protocolo, es respeto por la función que se desempeña.
Por eso, este episodio debería servir de reflexión. Si queremos que el poder judicial recupere la confianza ciudadana, debemos empezar por reconocer que, en la vida pública, la forma y el fondo se complementan. La toga y el lenguaje sobrio no son simple tradición: son símbolos de la justicia misma. Y esos símbolos, bien cuidados, pueden ser tan poderosos como una sentencia firme.