La democracia liberal moderna sufre de legitimidad social y de una excrecencia legal que la hace inaccesible y difusa a las personas, una democracia para un pueblo sin atributos diría Wendy Brown. 

En el corazón de la democracia ateniense latía una institución fundamental: la ekklesía. No era una metáfora ni una abstracción, sino la asamblea soberana del pueblo convocado, el lugar donde el ciudadano ejercía sin intermediarios ni mediaciones su poder sobre los asuntos comunes. Frente a esta forma directa de soberanía popular, las democracias modernas, liberales y constitucionales, han preservado el nombre pero han desmantelado su espíritu. La democracia contemporánea carece de ekklesía.

La ekklesía era el órgano central de la vida política ateniense. Constituida por todos los ciudadanos varones mayores de 18 años con derechos civiles, sesionaba en el Pnyx y decidía las leyes, elegía a los estrategos, deliberaba sobre la guerra y la paz, y evaluaba la conducta de los magistrados. No había distinción tajante entre gobernantes y gobernados: el pueblo era el soberano y, simultáneamente, el legislador, el juez y el comandante. Su capacidad de acción no estaba delegada ni encauzada por partidos, parlamentos o constituciones rígidas. Era un poder vivo, reunido en asamblea.

En cambio, las democracias modernas se estructuran en torno a la representación, la delegación y la profesionalización de la política. El pueblo ya no delibera, vota. Ya no decide directamente, elige representantes. Ya no participa del poder constituyente, acata una constitución preestablecida, cuyo cambio está estrictamente reglado y suele escapar a la voluntad inmediata de los ciudadanos. La soberanía popular se ha convertido en una ficción ceremonial, domesticada por instituciones que monopolizan la producción del derecho y administran el poder sin verdadera rendición ante una asamblea general.

La diferencia no es menor ni meramente formal. La ausencia de ekklesía en las democracias liberales implica una cesión radical del poder político a órganos especializados. En lugar de ciudadanos activos, cultivamos electores pasivos. En vez de deliberación común, multiplicamos filtros técnicos, jurídicos y mediáticos. La voz del pueblo se escucha cada ciertos años en las urnas, pero se diluye entre algoritmos, partidos blindados y aparatos estatales que no rinden cuentas sino a sí mismos.

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Recuperar el concepto de ekklesía no significa idealizar el pasado ni replicar las formas atenienses, sino reabrir la pregunta por el lugar efectivo del pueblo en la democracia:

¿Dónde se congrega hoy el demos? ¿En qué espacios puede ejercer su voluntad común? ¿Puede haber soberanía sin asamblea? La democracia moderna ha heredado el nombre, pero ha extraviado el cuerpo: una democracia sin ekklesía es una contradicción en los términos. Es hora de pensarlo en serio.