Es connatural a la esencia humana y a la naturaleza de la democracia la existencia de diferencias en los intereses, tanto de opinión, como de perspectivas sobre los más diversos asuntos; sino fuera así, la democracia hubiera sido innecesaria y, de hecho, por ello se eliminan sus postulados liberales y de control del poder en los regímenes autoritarios, pues éstos pretenden la asunción de una sola verdad; visión única que los totalitarismos imponen como credo y casi como religión, puesto que se pretende el dominio de una ideología convertida en supuesta razón en su vertiente pública, pero también en la privada: creencias, códigos de conducta, pensamiento, ideología…
Así la oposición entre autoritarismo y democracia no es meramente conceptual; más allá tiene que ver con las prácticas y hábitos en el ejercicio del poder, como elementos para sopesar declaraciones que todos regularmente hacen a favor de la democracia y para ser calificados como parte de ella o inscritos en ella.
En ese ambiente de lo diverso y de las libertades que se ejercen para expresarlo, se supone que las campañas y la competencia por el poder se encaminan a buscar ganar el convencimiento de los diversos grupos y que, para hacerlo, enfatizan las divergencias de propuestas y enfoques que existen a través de las distintas corrientes, buscando acreditar la capacidad, validez y fuerza de una de ellas, frente a las otras.
El momento del gobierno, también se supone que implica la conciliación de los intereses y posiciones en pugna para integrarlas en una visión que concilie y fortalezca la vida pública, aunque es evidente que nunca es posible un arreglo consensual perfecto; pero que sí es factible adelgazar y limar las aristas más punzantes de las desavenencias. Pero un gobierno que continúa las pugnas propias de las etapas de lucha por el poder y descuida la armonización que implica su ejercicio, tiende a desquiciar el arreglo democrático, a polarizar, a minar los acuerdos básicos con el riesgo de animar la confrontación.
Gobernar en una campaña permanente de disputa por el poder y de confrontación retórica hacia los grupos con quienes se tienen pugnas y diferencias, es un estilo que mira hacia lo electoral, a mantener los respaldos básicos de los electores, pero que descuida el desarrollo económico que genere desarrollo social; se inscribe como un gobierno intempestivo que incorpora temas y propuestas de manera imprevista y que siempre busca sorprender en su dinámica de confrontación demagógica.
En México tal estilo resulta especialmente corrosivo por los elevadísimos índices de desigualdad que tenemos, por los riesgos de confrontación que significan y de su posiblemente procesamiento – como ya ocurre – por la vía de la ilegalidad, la corrupción, la delincuencia, los conflictos y las crisis. Un foco de alarma adicional hunde sus raíces en una historia donde se nos recuerda que, sometidos al dominio español, tuvimos una gestión y un régimen dicotómico entre la República de indios y la República de españoles, mediante el cual se pretendió institucionalizar y perpetuar brutales diferencias entre grupos sociales.
Se estableció así un régimen de servidumbre, de siervos y señores, de raíz feudal, con mutaciones y con su propia estructura política de dominación que, afortunadamente quedó en el pasado, pero que, lamentablemente, está en el presente codificado en una genética que se transmite en muchas comunidades, que habla de las rencillas, abusos, excesos, injusticias, explotación y discriminación aparentemente guardados en una caja, pero que como sucede en la mitología griega, Pandora puede abrir.
Llama la atención que en los últimos días la pretensión de un debate profundo es sustituido desde el gobierno con epítetos y descalificaciones a quienes disienten, con datos unilaterales sin oportunidad de ser contrastados en el espacio que se les pronuncia, especialmente a sectores de la iniciativa privada, quienes pudieran merecer algunas de las anatemas que se les adjudican, pero que no merecen quedar inermes desde la tribuna en que se les alude.
Pareciera que se confunde el debate con los pronunciamientos que hace un solo enjuiciador desde una tribuna exclusiva, que asemeja a la de un pitcher de béisbol que, desde un montículo inasible para otros, lanza las jugadas que resuelve más convenientes y a cuyos posibles bateadores busca tener intimidados y diezmados. La única modalidad posible es la de cambiar de pitcher, pero esa posibilidad se encuentra en los márgenes de una regla nueva que sólo pudiera ocurrir si el público demanda su recambio, pero que ante el desinterés de que así ocurra, el pitcher induce que se formule para culminar la partida en el montículo, regodeado en su estilo, y sin variar en el empleo de lanzamientos al cuerpo que ya han lastimado a varios de los que acuden al turno de bateo.