REFUTACIONES POLÍTICAS
El mito liberal y el retorno del Estado
Durante más de dos siglos el liberalismo económico ha repetido su dogma: el mercado debe ser libre, el Estado debe retirarse, y la “mano invisible” se encargará de armonizar los intereses individuales. Esa fantasía metafísica —porque no es más que eso— ha tenido un impacto profundo en la forma en que se enseñan y se justifican las políticas públicas. Pero la historia del siglo XX y lo que va del XXI muestra exactamente lo contrario: el Estado no se retiró de la economía; se convirtió en su rector.
La Gran Depresión de 1929 desmanteló el mito de la autorregulación del mercado. Fue necesario que el Estado interviniera de manera decisiva: el New Deal en Estados Unidos, la planificación estatal en Europa, los programas de empleo público y el control de precios. La Segunda Guerra Mundial transformó a las economías occidentales en sistemas dirigidos, donde el Estado planificó la producción, los salarios y la distribución. Y en la posguerra, el Estado social europeo —el Estado de bienestar— consolidó la idea de que la prosperidad se construye con intervención pública, no con su ausencia.
Desde entonces, los presupuestos públicos se expandieron hasta representar cerca de la mitad del PIB de las economías industrializadas. El gasto estatal, que en 1900 rondaba el 10% del PIB, hoy alcanza entre el 40% y el 50 por ciento. Aun los gobiernos que abrazaron el neoliberalismo en los años ochenta —Reagan, Thatcher, Pinochet— no pudieron revertir esa tendencia. Podrán recitar el catecismo del libre mercado, pero las cifras los delatan: la economía moderna es estatal, o no es.
El Estado empresario, regulador y financiero
El Estado no solo regula: produce, invierte y emplea. A lo largo del siglo XX, las empresas públicas fueron el motor de la industrialización en Europa, América Latina y Asia. Los ferrocarriles, la energía, las telecomunicaciones, la banca y la aviación fueron —y siguen siendo— sectores donde el Estado participa directamente. Lejos de ser una anomalía, la empresa estatal ha sido, desde siempre, un componente estructural del capitalismo.
Incluso las potencias que presumen de liberalismo, como Estados Unidos, son ejemplos de capitalismo estatal en acción. La NASA, el Pentágono, la investigación médica y tecnológica —financiadas con fondos públicos— crearon las bases de la innovación privada. Silicon Valley no existiría sin el gasto estatal en ciencia y defensa. Y mientras tanto, en China, las empresas del Estado controlan los sectores estratégicos de la economía, confirmando que la planificación pública sigue siendo un instrumento de poder y desarrollo.
El Estado también controla el dinero. Los bancos centrales son sus instrumentos más sofisticados de intervención. La Reserva Federal, el Banco Central Europeo, el Banco de México: todos ellos regulan tasas de interés, liquidez y precios. Cuando estallan las crisis —2008, 2020— no son los empresarios quienes rescatan al sistema: son los Estados. Inyectan liquidez, compran deuda, nacionalizan bancos, salvan el crédito. El liberalismo desaparece justo cuando más se le necesita.
Y por si fuera poco, el Estado regula jurídicamente al mercado. Sin él, el capitalismo sería inviable. Polanyi lo demostró: el mercado no es un orden natural, sino una construcción política sostenida por el poder coercitivo del Estado. Las leyes antimonopolio, las normas laborales, las regulaciones ambientales, los impuestos, los tratados comerciales —todo eso es obra de la política, no de la espontaneidad del mercado–. El mercado es una criatura del Estado.
El Estado manda
La política fiscal es el instrumento más visible del poder económico estatal. El gasto público, los impuestos y la redistribución del ingreso son las herramientas con que el Estado dirige la economía. Tras la Segunda Guerra Mundial, el keynesianismo legitimó el déficit como política responsable. Y cada vez que el mercado colapsa, el Estado vuelve al centro del escenario. La crisis financiera global de 2008 y la pandemia de 2020 fueron pruebas definitivas: sin la intervención masiva de los gobiernos, el capitalismo habría implosionado.
También en el comercio, el Estado sigue dictando las reglas. Ningún país desarrollado es realmente libre comerciante. Estados Unidos, Alemania, Japón o Corea del Sur levantaron sus industrias protegidas por aranceles, subsidios y políticas industriales. Hoy, esos mismos países aplican barreras, sanciones y protecciones disfrazadas mientras predican la apertura. La hipocresía del libre mercado es, en realidad, una forma de imperialismo económico.
El liberalismo prometió un mundo donde el mercado mandara y el Estado obedeciera. Pero ocurrió lo contrario: el Estado es quien sostiene, regula y corrige al mercado. Sin sus leyes, su crédito y su gasto, el sistema se derrumba. Lo que los teóricos llamaron “intervención” es, en verdad, la esencia misma de la economía moderna. En palabras claras: en economía, el Estado manda.
@RubenIslas3



