En la vida política de los países hay momentos que dividen la historia en un antes y un después. Son decisiones, discursos o reformas que parecen normales—hasta inevitables—pero marcan un cambio de rumbo irreversible.

Los instantes en que un gobierno, un partido o un movimiento cruzan una línea invisible —legal, moral o institucional— y ya no pueden regresar sin destruir la base de su propio poder son “los puntos de no retorno”. La acumulación de decisiones pasadas produce una dinámica que ya no admite marcha atrás.

No es solo una crisis ni un error táctico. Es el punto en que las instituciones, las alianzas y la narrativa que sostenían a un proyecto dejan de sostenerse entre sí. Desde ahí, cada paso se convierte en justificación del anterior; toda rectificación parece traición; y el poder, que alguna vez fue instrumento, se vuelve un fin en sí mismo.

Lo paradójico es que casi nunca se reconoce en el momento. Los protagonistas creen actuar por racionalidad o urgencia, y solo después comprendemos que ese día se selló el destino. Como recordaba E. H. Carr, la historia es, en buena medida, “el estudio de las causas de los puntos de inflexión”.

La ciencia política ha estudiado estos quiebres bajo la noción de “coyuntura crítica”. Siguiendo a Giovanni Capoccia y R. Daniel Kelemen, se trata de periodos breves de fluidez institucional en los que las restricciones estructurales se relajan, el margen de acción de los actores aumenta y sus decisiones abren trayectorias auto-reforzantes difíciles de revertir.

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En ese marco, “el punto de no retorno” puede entenderse como el instante dentro de la coyuntura en que las decisiones adoptadas bloquean de facto la reversión: incluso si los actores quisieran desandar el camino, hacerlo implicaría costos políticos, sociales o económicos prohibitivos. Para volver al estado anterior no bastaría con modificar una ley o reemplazar a un ministro; habría que rearmar pactos, reglas informales y confianzas que el propio proceso erosionó.

Lo que anuncia el umbral: señales tempranas

Los “puntos de no retorno” rara vez son un relámpago aislado. Suelen anunciarse. Entre las señales más recurrentes de ejemplos históricos en diversos países destacan:

  1. Erosión de contrapesos: intentos de someter al poder judicial, neutralizar organismos autónomos o colonizar instituciones de control.
  2. Devaluación de normas informales: pérdida de tolerancia mutua, desaparición de la contención institucional, normalización del “todo se vale”.
  3. Reescritura de reglas del juego: cambios ad hoc en leyes electorales, reformas constitucionales con nombre y apellido, manipulación del acceso a medios.
  4. Retórica de excepción permanente: invocación continua de amenazas existenciales que justifican medidas extraordinarias como regla.
  5. Persecución de la crítica: uso del aparato estatal para amedrentar opositores, periodistas, jueces, académicos o sociedad civil.

Cada señal por sí sola puede parecer gestionable. Juntas, componen el mapa de aproximación al umbral.

El mecanismo del no retorno: carisma, instituciones y miedo

Bajo historias nacionales distintas reaparecen tres engranes comunes:

  1. Carisma. Max Weber lo definió como “autoridad que no necesita justificación más allá de sí misma”. Cuando un liderazgo logra encarnar el “destino nacional”, las instituciones se vuelven decorativas. El carisma sustituye la deliberación por la identificación afectiva y reduce los costos políticos de cruzar límites.
  2. Debilidad institucional. Las constituciones no se sostienen solo en el papel: requieren hábitos, creencias y lealtades a reglas compartidas. Los frenos y contrapesos funcionan si los actores creen en ellos. Si la política comienza a tratarlos como obstáculos, se degradan rápidamente.
  3. Miedo colectivo. Ningún régimen se vuelve irreversible sin un miedo movilizador: al enemigo interno, al caos, al colapso económico o moral. Ese miedo legitima la concentración de poder y sospecha de la prudencia; convierte la moderación en tibieza y el disenso en traición.

El punto de no retorno rara vez es una orden desde arriba: es una decisión colectiva en la que convergen el abuso del poder y la tolerancia social a ese abuso. Cuando el miedo supera a la esperanza, la democracia pierde su sentido.

Factores internos que empujan el cruce

  1. Movimientos de ruptura: sabotaje del juego electoral, boicots, insurrección o adopción abierta de tácticas violentas.
  2. Concentración de poder: reformas que disuelven contrapesos, subordinan tribunales y transforman a reguladores en satélites del Ejecutivo.
  3. Cultura radicalizada: facciones que miden la lealtad por la disposición a aplaudir extremos; disidencia equiparada con deslealtad.
  4. Escalada de legitimación: para sostener la mística, cada gesto radical exige otro mayor; reconocer errores se vuelve anatema.

Factores externos al régimen

  1. Crisis agudas (económicas, sanitarias, de seguridad) que, si se gobiernan con la lógica de emergencia perpetua, normalizan lo excepcional.
  2. Presiones internacionales que, mal procesadas, activan el reflejo nacionalista.
  3. Polarización social que elimina zonas grises: si la mitad del país es “enemiga”, la excepción parece gobernabilidad.
  4. Desgaste del modelo: crecimiento ínfimo, desigualdad persistente, corrupción extendida; con el edificio resquebrajado, cualquier empujón lo derriba.

Lo que ocurre después

Al otro lado del umbral se activa un circuito de retroalimentación que encarece cada día la marcha atrás:

  1. Bloqueo institucional: nombramientos vitalicios, mayorías legislativas disciplinadas, redes clientelares; los incentivos de insiders bloquean reformas.
  2. Escalada simbólica: toda concesión “debilita”; el lenguaje se militariza; el adversario se vuelve “usurpador”, “traidor”, “agente externo”.
  3. Cierre del espacio civil: leyes restrictivas, censura, vigilancia y judicialización del disenso; el miedo como arquitectura de la conversación pública.
  4. Desgaste moral: el autoengaño se vuelve método; la propaganda desplaza a los hechos; la ciudadanía cede terreno por cansancio o cinismo.

El estadista británico Harold Macmillan lo formuló con sobriedad: “Los gobiernos no se derrumban por una decisión, sino por una cadena de autoengaños”. Esa cadena, hecha de pequeñas renuncias, es el verdadero mecanismo del no retorno.

Los costos de lo irreversible

  1. Políticos: se evapora el centro. Todo se convierte en lealtad o traición; la alternancia se percibe como amenaza existencial y no como rotación normal.
  2. Institucionales: contrapesos y normas no escritas tardan décadas en reconstruirse; la ingeniería constitucional no basta sin cultura de legalidad.
  3. Económicos: la incertidumbre jurídica disuade inversión, encarece crédito y fomenta informalidad; el riesgo soberano se vuelve política de Estado.
  4. Sociales: la polarización fragmenta familias y comunidades; la conversación pública se llena de sospecha.
  5. Culturales y morales: se normaliza la mentira útil; la reputación vale menos que la obediencia; el ideal cívico se achica. 

Octavio Paz advirtió la dinámica lenta y corrosiva: “La libertad no muere en un golpe de Estado; muere lentamente en la indiferencia”.

El arte de la reversibilidad: cómo no cruzar el umbral (o cómo regresar)

La grandeza de la democracia no está en evitar toda crisis, sino en poder corregir errores sin derramar sangre. Para preservar esa reversibilidad, tres defensas son cruciales:

  1. Instituciones autónomas. El poder judicial independiente es la última frontera antes de la irreversibilidad. Cuando el juez teme al gobernante, el ciudadano pierde su defensa. Lo mismo vale para órganos reguladores, medios libres y universidades: son el sistema inmunológico del pluralismo.
  2. Cultura cívica. La educación debe enseñar que disentir no es destruir y que el adversario no es un enemigo al que extirpar, sino un rival con quien pactar reglas compartidas. La democracia vive de normas informales: tolerancia, contención, autocontrol en la victoria y reconocimiento en la derrota.
  3. Liderazgo prudente. Max Weber distinguió la ética de la convicción de la ética de la responsabilidad, propia del político que mira consecuencias. Gobernar con prudencia es entender que no toda victoria merece ser ganada, ni toda batalla debe librarse. Raymond Aron lo resumió en clave realista: gobernar es “elegir entre lo desastroso y lo preferible”.

Si el umbral ya fue cruzado

La salida no suele ser nostálgica (“volver a como estábamos”), sino transicional:

  1. Pactos de reconstrucción que fijen reglas mínimas y calendarios de reforma.
  2. Comisiones de verdad y procesos de justicia proporcionales que reconcilien sin humillar ni amnistiar lo imperdonable.
  3. Reformas gradualistas: cerrar primero las válvulas críticas (captura judicial, arbitrariedad regulatoria), antes de rediseñar el edificio completo.
  4. La clave es bajar los costos de la reversión para quienes temen perderlo todo si moderan: garantías, salidas honrosas y reformas escalonadas pueden desactivar la lógica del “todo o nada”.

Charles de Gaulle lo dijo sin grandilocuencia: “El poder no consiste en avanzar siempre, sino en saber cuándo detenerse”.

La política como custodia de la reversibilidad

El punto de no retorno es el espejo moral de la política contemporánea. Ningún país es inmune; ninguna sociedad puede darse el lujo de ignorarlo. Los regímenes más poderosos han colapsado cuando dejaron de reconocer sus límites. La lección es simple y difícil: la fuerza de un Estado no se mide por su capacidad de avanzar, sino por su disposición a corregir sin destruir.

La democracia es la única invención que convierte el error en aprendizaje colectivo. Preservarla es defender la reversibilidad: que una sociedad pueda retroceder un paso para no perder el camino. Porque el poder que no puede rectificar termina por devorarse a sí mismo; y cuando eso sucede —como tantas veces— ya se ha cruzado el punto de no retorno.