<i>“Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo.”</i>

John Milton

Durante siglos, la democracia fue anunciada como el culmen de la civilización política: el podio donde los pueblos, liberados de tiranos y profetas, habrían de gobernarse a sí mismos bajo el imperio ciudadano: el Edén secular del pensamiento republicano. Pero como en El Paraíso Perdido de Milton, también la democracia ha caído, expulsada por sus propias criaturas (el neoliberalismo y el populismo), traicionada por la soberbia, corrompida por la simulación, y exiliada al desierto de un nuevo siglo que la invoca más por nostalgia que por convicción.

I. La caída de los ángeles democráticos

La democracia liberal surgió como una promesa ilustrada: ciudadanía empoderada, participación social, equilibrio de poderes e imperio de la Constitución. Pero hoy, ese edificio muestra grietas estructurales. Parlamentos convertidos en coros vacíos, jueces que no juzgan, sino pactan, partidos políticos devenidos en agencias de marketing, y ciudadanos reducidos a viles consumidores de promesas.

La política ha sido destronada por la mercadotecnia. En el siglo XXI, las democracias no han sido derrocadas por golpes militares ni por dictadores en uniforme. Han sido erosionadas desde dentro, por el cinismo, la indiferencia y la industria del espectáculo político que ha construido el discurso contra la política como el Lucifer que es indispensable expulsar de la Cívitas Terrenus. Como en el poema de Milton, la rebelión no viene del exterior, sino del ángel caído que un día fue el más brillante: el ciudadano.

II. El Leviatán digital

El nuevo Dios celestial no lleva nimbus ni barba y cabello blanco, sino algoritmos, pantallas y la sonrisa de la positividad y la eficiencia. La democracia ha sido desplazada por el fetiche de la gobernanza: tecnócratas y populistas sin rostro que administran el mal menor, mientras el ciudadano es interpelado no como sujeto político, sino como cliente, beneficiario, dato estadístico o variable electoral.

La esfera pública se ha convertido en un campo de batalla algorítmico. Las plataformas digitales, que prometieron democratizar la voz, hoy dictan la agenda desde la lógica del clic. Y así, la deliberación fue sustituida por el escándalo, el diálogo por la consigna, y el disenso por el linchamiento virtual. La democracia, ese antiguo Edén del gobierno popular, ha sido expulsada por un nuevo Dios: el mercado de la atención mediática.

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III. Ciudadanos sin república

Milton describió con maestría cómo Adán y Eva, tras la expulsión, contemplan con desconsuelo un mundo que ya no comprenden. Así también el ciudadano contemporáneo mira con estupor la maquinaria del poder: opaca, distante, indiferente. Vota, pero no elige; participa, pero no decide; habita el rito, pero no el poder.

En este nuevo infierno democrático —funcional pero estéril, tolerante pero cínico—, el ciudadano ha sido transformado en espectador. La soberanía cívica es hoy una liturgia vacía, una parodia ritual de lo que alguna vez fue el autogobierno de los ciudadanos.

IV. Recuperar el Edén

¿Está perdida para siempre la democracia? ¿O es esta caída apenas un acto del drama republicano que aún no ha terminado? Milton no escribía para resignarse, sino para recordar la posibilidad del retorno. El paraíso perdido no es sólo un canto a la caída, sino una meditación revolucionaria y republicana sobre la responsabilidad, la libertad y la esperanza.

Así también, la democracia —si ha de renacer— requerirá ir a contracorriente de las reformas administrativas, tecnocráticas o asistenciales: exigirá una revolución política y ética. No de sangre, sino de voluntad de poder e imaginación. Habrá que reinventar lo público, rescatar el lenguaje político del secuestro tecnocrático y populista, y, sobre todo, reaprender la virtud ciudadana.

Recuperar el paraíso no significa restaurar una edad dorada que nunca fue, sino atrevernos a crear un orden político donde la libertad, la igualdad, la dignidad, la intervención ciudadana y el interés general no sean retóricas, sino realidad vivida.

Epílogo

Hoy como Adán y Eva, caminamos expulsados, errantes, pero aún conscientes de lo perdido. Y ese dolor puede ser fértil. Porque solo quien ha probado el Edén puede anhelarlo. Y solo quien ha caído, como el pueblo, puede levantarse. La democracia no ha muerto, pero yace en el exilio. Recuperarla es tarea de los herejes, los republicanos y los revolucionarios.