Las corcholatas expresan lo mismo que los viejos tapados, el medio para identificar a quienes se consideraba con posibilidades a ser postulados a la presidencia de la República por el partido en el gobierno como parte de un mecanismo iniciático, discrecional, marcado por la opacidad y que encontró su fuerza en servir de instrumento maestro para el pacto implícito Presidente-candidato(a).

Eso mismo representan las corchalatas de AMLO, pero llama la atención que se recurra a la cirugía rejuvenecedora de los tapados bajo una denominación distinta, cuando se supone habían sido descontinuados por la obsolescencia a la que condenara el arribo a una etapa plural y competitiva en el régimen de partidos. No es casual que dejó de haber tapados en el 2000 y que sincrónicamente iniciara la etapa de las alternancias en el poder.

El regreso de las corcholatas nos recuerda al PRI

Así, las corcholatas significan un sacar del baúl, de los objetos que se volvieron inservibles, una herramienta enmohecida y que se usó como artilugio para pretender dotar de racionalidad la decisión discrecional y arbitraria del fuero presidencialista para elegir a su sucesor, que no candidato. Fue así porque coincidió también con la etapa hegemónica del PRI, de modo que el candidato que se postulaba estaba destinado a ser el próximo Presidente.

Por ello, todo indica que no se trata de una coincidencia casual la imbricación entre las corcholatas y los tapados, por el contrario, implica la adopción de una metodología de larga depuración en la etapa priísta para ordenar los procesos sucesorios y garantizar su permanencia en el poder con la figura estelar del presidencialismo.

El juego de “los tapados” inició con el PRI

Lo que se conoció como tapados o “tapadismo” comenzó desde el origen mismo del PRI como PNR en 1929, cuando después que se suponía la candidatura presidencial de Arón Sáenz, resultó la de Pascual Ortiz Rubio, pero el mecanismo se depuró para pasar de las manos del Jefe Máximo, Plutarco Elías Calles, a las del Presidente en turno, a partir de 1939 con Lázaro Cárdenas, quien, por cierto, ante el sobre -calentamiento que tuvo la lucha sucesoria llamó a los funcionarios interesados en la nominación a que renunciaron a sus cargos – muy diferente a lo que ocurre en este momento-.

El fuerte implante de las fuerzas armadas y de los sectores del PRM de 1938 (segundo antecesor del PRI), implicó un tracto complejo de la decisión presidencial, hasta que la determinación se podría decir que se presidencializó con Adolfo Ruíz Cortines en 1957, para la postulación de Adolfo López Mateos.

A partir de entonces y hasta 1994, cada Presidente ejerció de forma discrecional la facultad de nominar a su candidato, siendo su prerrogativa ponderar variables distintas a tomar en cuenta, la situación política, el entorno económico, el contexto internacional, la posición que tuviera el gobierno norteamericano y los factores reales de poder; pero la decisión fue unipersonal y arbitraria, y garantizó la continuidad del partido en el gobierno.

Lo anterior debido a que, a través del “tapadismo”, el Presidente fue la parte vertebral de la decisión y con su involucramiento “disfrazado”, fue la garantía de mantener el poder en el marco del pacto Presidente-candidato, simbolizado por la decisión de elegir a quienes podían participar y, de ese grupo, a quien resultaría con la candidatura y con el triunfo electoral. Esa fue la ecuación.

Las corcholatas de AMLO mandan la señal equivocada

Con las corcholatas se manda la señal de una vuelta forzada de tuerca para retornar a ese vetusto y descontinuado mecanismo que se enseñoreó durante la etapa de predominio asegurado del PRI; por tanto, se inscribe con esa sombra, al tiempo que amenaza con ser ahora un medio para mantener la permanencia del partido en el gobierno de cara a las elecciones del año 2024, es decir una vía para retomar al viejo sistema hegemónico que en, su momento, llevó a una colindancia difícil con el autoritarismo y el populismo.

Pero se utiliza la vía de las corcholatas, en este momento, con una premura inédita, misma que tiende a poner en predicamento la futura legalidad de quien asuma la candidatura debido a los actos anticipados de campaña y a la dualidad que ostentan quienes siendo funcionarios públicos despliegan actos proselitistas, mal disfrazados, y que hacen evidente la determinación de ganar el poder desde el poder; desde el gobierno y con el uso y abuso de sus instrumentos.

El círculo se completa con las acciones y declaraciones encaminadas por la administración a fin de diezmar al órgano electoral, someterlo y domesticarlo, minar su autonomía, plegarlo presupuestalmente, desafiarlo, desobedecerlo desatendiendo y haciendo oídos sordos a sus recomendaciones.

No amenaza un fantasma, se ha instalado ya el espectro del autoritarismo y de sus efectos indómitos. ¡Nomás faltaba!