Cuando los papás de Narciso, el novio de Triana, decidieron mudarse, para ella el mundo pareció detenerse en una tragedia adolescente y hormonal perpetua. Se iban a llevar a su novio lejos, a otro país; quizás a otro planeta. Y a esas edades se sabía que eso significaba no volverse a ver.

Triana cursaba apenas el tercer año de secundaria. Ella y Narciso eran la pareja más popular y adorada de todo el colegio. Todos, tanto alumnos como profesores, idolatraban al noviazgo. No sólo por bellos, sino porque, por alguna magia aún inexplicable, el amor de estos dos inspiraba a todos un orgullo febril, que no sentían desde que se había ganado el intercolegial de fútbol muchos años atrás.

Pero la ausencia de Narciso no hizo sino fortalecer a Triana. Mantuvo su popularidad y la corona. Sin su novio, decidió encantar con muestras de melancolía y de fuerza. Su nostalgia hipnotizaba porque cautivaba y su entereza provocaba admiración entre quienes la rodeaban.

El tiempo pasó y por supuesto que tanto fervor colegial enardeció en Triana una soberbia ciega. Comenzó a descuidarse y a dejar todo en manos de su musa la altanería.

Así que un buen día se vio desplazada. La ausencia de poder y supremacía fungió como sacudida para sacarla de su letargo. Y rápidamente volvió a ir escalando peldaños en el escalafón jerárquico estudiantil.

El problema fue que en el período que pasó soñando despierta se olvidó de estudiar para sus exámenes.

Llegado el día de examinarse, reprobó todo. Sin embargo, en casi todos los extraordinarios logró salir a flote. Uno lo suspendió y tuvieron que programarle un extemporáneo.

Era matar o morir. Si reprobaba, la expulsaban de la escuela; si aprobaba, se mantendría en su epopeya de regresar al trono del frenesí único que causa el ser venerada.

El día del juicio final académico, Triana se sintió desesperada. Una angustia como jamás había sentido la embargó y secuestró sus ideas. El brío de la ansiedad la llevó a tomar un teléfono y llamar a la escuela. Manipulando su voz con una tela amenazó a quien le tomó la llamada que, de no evacuar las instalaciones del colegio, una bomba volaría a todos en pedazos en dos horas.

Colgó y se dirigió al aula donde presentaría su extemporáneo; empero antes de llegar al salón, las alarmas comenzaron a sonar.

Rápidamente evacuaron a toda la escuela. Triana ayudó a que todos abandonaran el lugar de manera ordenada y en silencio. Gracias a ella nadie corrió ni empujó ni gritó.

Al final, la tragedia jamás llegó. Profesores y alumnos celebraron de manera un tanto hipócrita que el instituto no se hubiera derrumbado.

Pasado el susto y la mortificación, el director del liceo decidió exentar a Triana por su labor en el apoyo a profesores durante la evacuación y ordenó adelantar para todos las vacaciones.

Lo de Triana fue apoteótico.

Hay quienes aseguran que a Triana jamás se le vio asustada; y que cuando decretaron las exenciones una sonrisa discreta iluminó su rostro.

El carisma y la astucia volvieron a imponerse en el Instituto Plata.

Fin.