Durante meses, los titulares han repetido una frase que suena tranquilizadora: “la inflación está controlada”. Los bancos centrales celebran, los mercados aplauden, y los analistas hablan de estabilidad. Sin embargo, cuando uno sale de las gráficas y entra al supermercado, la historia cambia. El recibo de luz no baja, el kilo de tortillas sigue subiendo y los servicios principales se mantienen caros. Entonces, ¿de qué control hablamos? La inflación puede parecer domada en los informes oficiales, pero para muchos hogares en México, sigue siendo una fiera agazapada.

Decir que la inflación está controlada es, a veces, una forma elegante de describir una pausa temporal. Un espejismo que da la impresión de calma, aunque debajo del horizonte sigan acumulándose las tensiones que la provocaron. En los hechos, la inflación es como la fiebre de la economía: un síntoma que puede bajar con un medicamento, pero que vuelve a subir si la enfermedad de fondo no se ha curado.

En términos sencillos, la inflación es el aumento sostenido de los precios. Es decir, cuando el dinero pierde valor y con los mismos cien pesos compramos menos cosas que antes. Suena simple, pero detrás hay una red compleja de causas: exceso de demanda, aumentos en los costos de producción, choques internacionales de materias primas, guerras o sequías que alteran precios, e incluso expectativas psicológicas.

Los economistas medimos la inflación a través de un índice, el famoso INPC que promedia el comportamiento de cientos de productos y servicios. El problema es que ese promedio no siempre refleja la vida real. Mientras el índice general puede crecer 3.6% anual, los alimentos básicos lo hacen a tasas del 6 o 7 por ciento. En otras palabras: el “control” de la inflación puede existir en los datos, pero no necesariamente en el refrigerador de las familias.

La inflación “controlada” se presenta como una conquista técnica: la autoridad monetaria logra que los precios crezcan dentro del rango objetivo, sin embargo, la economía no es un laboratorio estéril. En la práctica, la estabilidad de precios suele descansar sobre un delicado equilibrio de factores temporales: un tipo de cambio apreciado, subsidios, o una contracción del consumo que frena la demanda. Todo eso puede sostener cifras bonitas durante algunos meses, pero no garantiza una estabilidad real y duradera.

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De hecho, hay un fenómeno preocupante que muchos economistas comienzan a observar: el de la dispersión inflacionaria. Es decir, mientras ciertos precios bajan, otros continúan al alza, generando una percepción ambigua. Así, el ciudadano promedio se enfrenta a una inflación que, aunque “baja” en el promedio, se siente alta en su vida diaria.

Y hay otro punto que suele pasarse por alto: el “control” inflacionario puede tener costos escondidos. En los últimos años, mantener la inflación bajo control ha implicado tasas de interés elevadas. Esto frena el consumo, encarece los créditos, y castiga la inversión productiva. Es una medicina efectiva, sí, pero amarga. En el corto plazo, ayuda a enfriar la economía; en el largo, puede dejarla helada.

Para las familias de ingresos fijos, la inflación controlada no siempre significa alivio. Su presupuesto sigue ajustado, los precios de los alimentos siguen moviéndose y los servicios apenas bajan. Es más, los hogares más pobres suelen enfrentar una inflación distinta a la oficial, porque gastan la mayor parte de su ingreso en bienes que son más volátiles.

Y mientras los datos macroeconómicos lucen bien, el poder adquisitivo sigue rezagado. En México, el salario real creció en los últimos años, pero aún se ve presionado por la persistencia de precios altos en bienes esenciales. Es la paradoja del “éxito estadístico”: la inflación se contiene, pero la sensación de bienestar no mejora.

Por otro lado, las pequeñas empresas también viven el espejismo. Sus costos de insumos siguen al alza (materias primas, transporte, electricidad), pero la demanda se mantiene débil. El resultado es una economía que parece estable, pero que en el fondo está desgastada. En lugar de expansión, hay cautela; en lugar de inversión, hay espera.

Sería injusto negar que una inflación baja tiene ventajas. Permite planear a largo plazo, reduce la incertidumbre y da confianza a los inversionistas. Además, protege el valor del dinero y evita que se disparen las tasas de interés aún más. El problema está en cómo se logra esa estabilidad.

Si la inflación se controla por un cambio estructural como lo es mejor productividad, mercados más competitivos, cadenas logísticas eficientes, estamos ante una victoria genuina. Pero si el control proviene de una recesión técnica, de la caída del consumo o de medidas temporales, entonces la estabilidad se convierte en un espejismo: un paisaje tranquilo sobre un terreno que sigue temblando.

La lucha contra la inflación no puede limitarse a subir o bajar la tasa de interés. Es necesario un enfoque más amplio que combine la prudencia monetaria con políticas públicas activas. Se trata de fortalecer los mercados locales, reducir la dependencia de importaciones críticas, y garantizar competencia efectiva en sectores donde unos pocos controlan precios.

El Estado también debe proteger a quienes más sufren con los aumentos de precios. Programas sociales bien diseñados, subsidios temporales y mejoras en la productividad agrícola son herramientas clave para evitar que la inflación erosione el bienestar de los más vulnerables.

El espejismo se completa cuando la aparente estabilidad se confunde con bienestar. Las familias pueden vivir en un entorno de “precios estables”. El objetivo no debe ser solo controlar la inflación, sino hacerlo sin asfixiar el crecimiento y sin sacrificar la equidad.

Para sostener esa sensación de estabilidad, muchos gobiernos recurren a una herramienta de doble filo: los programas sociales. En apariencia, funcionan como un escudo temporal que amortigua los efectos de la inflación sobre los sectores más vulnerables. Y es cierto que, en el corto plazo, alivian tensiones y sostienen el consumo.

En mi opinión hay una verdad incómoda que pocas veces se dice con claridad: nada es gratis en economía. Los programas sociales que hoy financian la estabilidad de los hogares y con ello el “control” de la inflación percibida tienen un costo que alguien pagará más adelante. Si ese gasto no se respalda con ingresos permanentes o con mayor productividad, se convierte en deuda futura, en déficit fiscal, o en inflación diferida.