Quien se encuentra en el poder siempre piensa que la continuidad es necesaria y hasta indispensable; por el contrario, desde la oposición se postula el cambio como axioma indispensable. Pero en este ámbito, como en otros, no existen los absolutos; ni la continuidad, ni el cambio pueden ser categóricos o inmutables.

Las normas y las instituciones marcan de por sí una base de continuidad necesaria y, a su vez, los relevos de gobierno traen el imperativo de instrumentar acciones nuevas y de modificar políticas cuyos resultados no fueron los esperados.

Conviene recordar que de la mano de la Constitución de 1917 se detonó la renovación periódica de gobiernos, pero una visión extrema de continuidad tuvo lugar durante la famosa época del Maximato que abarcó de 1928 hasta 1935; entonces, el dominio expresado por quien fue el jefe máximo, Plutarco Elías Calles, hizo posible que aun sin detentar el gobierno, fuera él quien ejerciera el poder político.

Aquella fórmula asemejaba una virtual reelección, pero sin reelección efectiva que, en cierta medida, parecía encontrarse entre las potestades inherentes a los regímenes sustentados en los hombres fuertes o en el caudillismo; pero la vigencia de esa medida fue descontinuada con la ruptura que se viviera entre el presidente Cárdenas y el jefe máximo, a partir de los cual se instauró el presidencialismo mexicano con el hecho de que ninguna figura política podía sobreponerse a la del presidente de la república en funciones.

Pero, a pesar de ello ha persistido la ficción de una visión transexenal en cada gobierno; puede decirse que prácticamente todos han intentado proyectar la necesidad de la continuidad de sus acciones, propuestas y definiciones a través de la administración que les sucederá.

Se trata de una acendrada pretensión que tiende a robustecerse por el efecto de tres factores; primero por la expectativa de que el partido en el poder permanezca; la segunda por el papel determinante del gobierno para postular al candidato (a) de su propio partido; la tercera se fundamenta en la alta aceptación que regularmente tienen los gobiernos al final de su responsabilidad, y que resulta inherente a nuestra honda cultura presidencialista.

La combinación de estos aspectos conlleva a que el gobierno que termina su gestión pretenda que existe un amplio fundamento para que se mantenga la vigencia de sus tesis y programa básico, pues goza de un importante respaldo social, eligió a su sucesor y es un factor para conservar el poder.

En ese plano, se mantiene un eslabón que tiende a vincular al presidencialismo con el sistema caudillista que, se supone, vino a desterrar. De alguna manera esto ocurre en la medida que el presidencialismo tiende a exacerbarse, como sucede en la actualidad, tal y como lo pone en evidencia la gran centralización que ejerce, el protagonismo que reduce la acción de gobierno a las decisiones de una persona y la descalificación a críticos y opositores a través de una tribuna artera y sin posibilidades de réplica.

Sin embargo, la realidad es terca y trunca siempre esa ficción de continuidad; así lo demuestran los hechos ante el imperativo de tomar decisiones en el marco dinámico de una realidad en constante evolución y, no se diga, cuando es el caso -cada vez más frecuente-, de alternancia del partido en el poder, pues en este supuesto los cambios son imperativos.

Incluso, conforme a las reglas propias del presidencialismo en la etapa de dominio incontrastable del partido en el poder, la necesidad de impulsar cambios ha sido evidente, como también la de poner freno a la pretensión de mantener el influjo del gobierno anterior. Aun resuenan las palabras emitidas en uno de los informes del entonces presidente José López Portillo, cuando señalara “ni minimatos, ni maximatos”; expresión antecedida de la adopción de medidas para anular el peso de figuras emblemáticas de la administración precedente.

La continuidad debe existir en el campo de las políticas y definiciones de Estado contenidas en la Constitución, pero en los terrenos de las políticas públicas, la discusión debe propender a identificar los grandes cambios a realizar. Pues, propiamente, la continuidad de gobierno sólo se da en la reelección o en el Maximato, y ni lo uno ni lo otro son o deben ser opciones válidas.