Supongamos sin conceder que la actual administración no requiere de instituciones que garanticen la transparencia ni le representen contra pesos al poder, porque quienes integran al gobierno son personas honestas y capaces que requieren de total libertad para ejercer sus funciones para garantizarle progreso al país.

Si el lopezobradorismo fuese realmente la encarnación de la virtud, no necesitaría de limitantes. Al contrario, se le debiese permitir el desempeño pleno y total de sus capacidades intelectuales y dotes políticas en el arte de gobernar.

Por eso López Obrador pretende dinamitar cualquier obstáculo que se interponga entre su objetivo programático de edificar una nueva patria cuyo futuro mejor esté garantizado gracias a las acciones de su gobierno en el presente.

Todo esto se comprende, toda vez que por el narcisismo patológico que distingue al tabasqueño no dudo que haya construido metas utópicas desde su inmensa megalomanía.

El problema radica en que México no termina con el sexenio de Andrés Manuel.

Ni aunque el oficialismo fuera la integridad materializada en régimen haría sentido destruir las instituciones que salvaguardan nuestra democracia liberal acotando al poder del Estado, pues justamente la alternancia partidista es un valor inherente a nuestra vida democrática como nación. Consecuentemente, si hoy desmantelamos todo aquello que protege al pueblo de México de prácticas corruptas, nos estarían dejando en evidente estado de indefensión frente a eventuales ilegalidades del porvenir.

Es una pena que la tiranía no tenga más ojos que para el autoengaño. Mañana, mientras no volvamos a reconstruir a partir de las cenizas, estaremos más vulnerables que nunca ante posibles proyectos autoritarios que intenten imitar o continuar con lo que hoy se está germinando en Palacio.