El gobierno federal no logró acuerdos con la CNTE. La organización sindical, por su parte, apuesta al todo o nada. Señaló su líder que para ellos no hay plazos fatales, a pesar de que Mario Delgado, el coordinador de Morena en la Cámara de Diputados, ha señalado reiteradamente que la falta de acuerdos supondría iniciar otro ciclo escolar regido por la reforma de 2013.

Sólo un día después de que el secretario de Educación declarara que las negociaciones con la CNTE iban avanzando, sin que en realidad hubiera acuerdos concluyentes para hacer avanzar la propuesta de ley, Mario Delgado anunció que esta misma semana se votaría la reforma y comenzó su lectura. Morena logró el consenso con los otros partidos y quizá no es un logro que deba desperdiciar.

Parece ser que al gobierno federal se le agotó la paciencia con su otrora aliada incondicional o que la CNTE estiró demasiado su liga negociadora. Habrá que esperar a ver si este aparente desacuerdo entre gobierno y CNTE es real o fue pactado.

La respuesta de la CNTE y la reacción gubernamental serán, sin duda, importantes, pero también es necesario tomar en cuenta a los demás actores del delicado escenario que es la educación nacional. Habrá que ver cuál será la moneda de cambio solicitada por partidos, el SNTE y los gobiernos estatales para operar una nueva reforma, en caso de que se logre. Especialmente, habrá que ver el lugar que ocupen los actores principales en este juego de poder: los estudiantes mexicanos.

La reforma de Peña Nieto nació con varias deformidades. Intentó ser instrumento para cumplir compromisos internacionales de calidad, quiso ser el trapo de limpieza de un cochambre de corrupción propiciado desde el mismo gobierno e intentó que fuese el golpe de timón que le devolviera la potestad sobre las plazas magisteriales y con ello recuperar un poder que fue cediendo en aras de sus propios intereses. No logró casi ninguno de sus objetivos. Y paradójicamente los “delitos” de Elba Esther Gordillo, que habían pasado desapercibidos para gobiernos priistas y panistas, sólo fueron notados cuando cometió el más grande de ellos: intentar defender a los maestros.

Del fracaso de la reforma anterior puede dar cuenta, no un experto ni un analista o un investigador, sino cualquier maestro al que le haya tocado vivir de cerca la evaluación. Se construyó un discurso del cual debían apropiarse los docentes y era mejor evaluado aquel que sabía plantearlo con mayor coherencia. Una maestra de bachillerato que aprobó la evaluación docente dijo con toda franqueza en un diplomado de competencias docentes que cuando le tocó ser evaluada “había tenido que aprender muchos conceptos complicados de los que había escuchado hablar por primera vez y que había aprobado porque aprendió a usarlos con cierto tino, pero ya no recordaba muchos de ellos”.

Esa simulación, aunada a prácticas de corrupción como pagar para que otros presentaran los exámenes en línea o las triquiñuelas para evadir la evaluación hicieron de la evaluación docente un terrible y siniestro gasto inútil. Claro que muchos docentes le entraron con entusiasmo y dedicación a capacitarse. Otros se capacitaban pero en el salón de clases seguían siendo los mismos dictadores de siempre. Muchos, para consuelo de este país, sí se replantearon su actividad docente y modificaron prácticas en bien de sus alumnos. También hubo directivos comprometidos con mejorar, pero la reforma se volvió una cuestión de voluntad personal y no de legalidad. Castigar no era la mejor manera de transformar la educación. A los maestros les aplicaron un viejo lema: la reforma con sangre entra. Y eso desilusionaba hasta a los más comprometidos.

La calidad de la educación es lo que sigue en juego. La evaluación docente es necesaria tanto como lo es una buena política de capacitación y actualización. Es momento de modificar aspectos medulares que den inicio a una verdadera transformación. Y también es momento de reconocer que con el todo o nada, los únicos perdedores seguirán siendo los niños y jóvenes de este país.