Nunca supe el por qué de aquella fascinación que mi abuelo materno, don Gilberto Elguezabal de León, tenía por los circos.

Cuando cualquiera de estos espectáculos llegaba a su natal Melchor Múzquiz, Coahuila, invariablemente acudía a una de las mejores localidades disponibles y disfrutaba enormemente de todos los actos que se presentaran.

Me tocó acompañarle en más de una ocasión y recuerdo su rostro embelesado con lo que ocurría en la pista. Era igual con los trapecistas o los domadores, con los payasos y los equilibristas, el abuelo se transformaba en un niño que gozaba al máximo con ese espectáculo.

Soy de la generación de los circos de antaño, de la carpa y el calor, del aserrín y los sillines de madera, de los vendedores de souvenirs y todo tipo de golosinas, de la tierra en donde se instalaban, de los que hacían un desfile por el pueblo para promocionar sus funciones.

Me tocó la etapa en que el viejo Circo Atayde dejó de instalar sus carpas en Monterrey para presentar su espectáculo en la plaza de toros, lo que hizo durante muchos años. Cómodo, funcional, pero empezaba a perderse aquel sabor de antes…

Hoy al ver el anuncio de ese mismo circo que se presenta en un teatro gracias a nuestros diputados que prohibieron que participaran animales, evoqué aquellos olores y sentí el aserrín en mis pies, me trasladé a la vieja carpa y por un momento soñé que estaba otra vez al lado del abuelo, disfrutando de aquel mágico espectáculo que aún hoy, como al abuelo, me sigue fascinando.