Hay un hecho que llamó mi atención ya hace muchos años cuando fui a recoger a mi hija al jardín de niños. Un grupo de infantes cantaba el himno nacional a todo pulmón. He aquí a criaturas que no saben leer y escribir pero ya son capaces de cantar un par de estrofas de nuestro himno. Este acto me chocó de alguna manera, ¿Por qué se les tiene que inocular el virus del nacionalismo a los niños a una edad tan temprana?
Por supuesto que esta situación me hizo reflexionar acerca de los alcances de nuestro contradictorio nacionalismo, hecho de vergüenza y orgullo. La guerra de independencia no generó una identidad nacional, o al menos no la definió. Fue la guerra contra Estados Unidos y sus secuelas lo que creó algo parecido a una idea de un espíritu nacional.
Algunos años después Benito Juárez acotaría el poder de la iglesia dando pie a Porfirio Díaz para que creara nuestro santoral cívico en contraposición con el santoral de la iglesia, extensísimo por naturaleza. El resultado de esto fue la competencia entre las fechas patrias y las patronales. Por eso nos la pasamos de fiesta permanente, si no, pregúntenle a los profesores, que encima de los innumerables puentes cívicos tienen capacitaciones justo en horas de clases ¿Qué raro no?
Heriberto Yepez en su libro La increíble hazaña de ser mexicano diría que el nacionalismo mexicano es un concepto caduco. ¿Pueden las nacionalidades ser caducas? Más bien diría que pueden transformarse. Aparte de mi desazón por el incidente en el jardín de niños me di cuenta también que estos valores cohesionantes tuvieron su razón de ser en un país en busca de una identidad, pero que ya no representaban lo mismo a estas alturas.
No digo que sea malo sentirse orgulloso del lugar en el que naciste, pero al mismo tiempo el lugar en el que naces no deja de ser un accidente. No tienes ningún poder de elegir tu nacionalidad, esa la determinan las circunstancias y tus padres.
Los que hemos vivido en otros países entendemos esta contra- dicción alimentada por la percepción que tienen los extranjeros de nosotros. O quizá como Octavio Paz se lo planteó en sus años de exilio en Los Ángeles nos hacemos esta pregunta al sentirnos solos en un mundo extraño. Entra la comparación por default, y por supuesto la más utilizada, nosotros y Estados Unidos. El mundo hecho de orden y la eterna anarquía.
Por eso me refería a la percepción que tenemos de nuestro nacionalismo, hecho de orgullo y vergüenza. Aunque lo neguemos, avanzamos hacia patrones de conducta norteamericanizados donde miramos con extrañeza las películas campiranas. Y con esto me refiero a los menores de 35 años que han crecido en un mundo totalmente diferente al de nosotros. No se diga los menores de veinte.
Las doctrinas nacionalistas tienen una finalidad establecida que muchas veces termina en desastre, si no, pregúntenle a los alemanes. El nacionalismo es uno de tantos instrumentos de control del estado-nación moderno. Tampoco propongo que abjuremos de nuestra nacionalidad como si de una enfermedad se tratara. Más bien lo que mejor podríamos hacer es matizarla. Entender que el nacionalismo tiene sus limitantes y que al final de cuentas, el acotar el rol de lo que el estado nos vende como “lo bueno” puede beneficiarnos. Somos nosotros como individuos los que determinamos con nuestros actos que tan valiosos somos.
Hay un chiste entre los norteamericanos que me causó mucha gracia cuando lo leí en un periódico, “Todos los norteamericanos tienen un amigo mexicano que no parece mexicano”.
Que muchas veces el nacionalismo se convierte en una camisa de fuerza. No todos los mexicanos nos vestimos de mariachi ni gritamos ¡ándale! ¡ándale! Somos un mosaico con ciertas características comunes. Aprendamos de ellas.
Lecturas recomendables:
Mañana o pasado el misterio de los mexicanos de Jorge Castañeda
El país de uno de Denise Dresser
Anatomía del mexicano de Roger Batra
La jaula de la melancolía de Roger Batra
El laberinto de la soledad en su capítulo: el pachuco y otros extremos de Octavio Paz.