A raíz de los recientes actos violentos en el país, la magra pero obstinada oposición quiere promover la idea de que en México hay un Estado fallido (al punto de llegar a la mentira y la mala leche). Utilizan sobre todo el caso Culiacán. No obstante, la política integral del gobierno mexicano electo en un acto democrático sin precedente, desdice dicha crítica. Y es evidente cómo, desde las conferencias matutinas hasta las giras de los fines de semana, desde las obras públicas que ya se realizan (Aeropuerto de Santa Lucía, Dos Bocas, conclusión de obras inacabadas, etcétera) hasta los programas sociales, desde la austeridad hasta el combate frontal a la corrupción, López Obrador tiene el control abrumador del país. Y la magra oposición tendría que voltear a más de un país del sur del continente para ver lo que es en verdad un Estado fallido.

El presidente López Obrador es un actor político consumado (¿o político actor?). No sólo en el sentido de los participantes de ese ámbito (los conocidos “actores de la política” así llamados por el periodismo tradicional), sino literalmente un hombre de escena del ramo de la política (otros lo son de la comedia o la tragedia). Juan José Arreola dijo alguna vez no considerarse un hombre brillante, inteligente o sabio sino en realidad un actor del conocimiento que, naturalmente, desplegaba ese carácter en los distintos escenarios en que le correspondía presentarse ante el público. Pero se trataba de actor un magistral.

Asimismo, López Obrador es un maestro en el escenario. Sobre todo frente a un público abierto, amplio, de miles y aun cientos de miles de personas. Audiencia a la que difícilmente tiene acceso un actor o intérprete profesional“normal”. El político presidente usualmente tiene un guion más bien mental antes que escrito, frases hechas y efectistas, chistes probados y reiterados, pero también improvisa conforme a la temperatura de la audiencia que celebra con entusiasmo sus palabras y aun gestos, que reacciona de acuerdo a las inflexiones, el ánimo y la graduación del volumen y el registro de la voz. Esto es reflejo de una experiencia decantada por decenios en los que no sólo expresó la lucha y las ideas sino que aprendió sobre la marcha la conexión espontánea pero también permanente con su público (lo que se califica como catarsis). Y eso está muy bien, el presidente puede hacer y decir prácticamente lo que desee ante su audiencia cautiva; de hecho, este papel tiene mucho de la naturaleza del pedagogo, del maestro.Pero otra cosa es hacerlo en escenarios que, más que al actor efectista, demandan la sobriedad del hombre de Estado; que es un rol distinto a interpretar. En el estrado de las conferencias matutinas, por ejemplo.

En sus giras, el presidente puede decir cuantas veces quiera “me canso ganso”, “¡al carajo la delincuencia, fuchi, guácala!”, “soy peje, pero no lagarto”, “machuchones”, “piquete de ojo”,… que va a acusar a los delincuentes con sus madres y a los seudoanarquistas con sus abuelas (y dar de nalgadas a las feminazis; esto lo agrego yo), etcétera, el público todo le festeja. Pero no debiera hacerlo en las conferencias matutinas o en los múltiples informes que ofrece de manera formal. Sobre todo, cuando se ha demostrado que ascos y acusaciones no han funcionado en la práctica para disuadir al crimen; tal como lo evidencian los recientes eventos de violencia y muerte en Veracruz, Michoacán, Guerrero y Sinaloa, entre otros lugares.

Desde un principio he manifestado desacuerdo con el uso del término “fifí” por parte del presidente (aunque se refiera a un hecho histórico). Así como desagradable y despreciable resulta escuchar o leer “chairo” o “pejezombie”. Ahora ha dejado de usarlo y lo ha cambiado por el de “conservador”, que se escucha mejor y define ídem.

A raíz de los actos violentos que evidencian la ineficacia de ese coloquialismo contra el crimen (o la del discurso del amor), es momento de que el presidente potencie el discurso del hombre de Estado, que juegue ese rol de manera sobria y con la gravedad que el asunto amerita. Y no por lo que diga la oposición, por sí mismo, por la voluntad que lo ha llevado a encabezar el país.

En Culiacán, Sinaloa, hubo un evidente error (el secretario de la Defensa lo atribuye a la policía ministerial militar) que tiene que aclararse a fondo y del que se tiene que extraer enseñanza y experiencia. Detener y revertir la inercia de violencia y muerte heredada de los gobiernos del PRIAN demanda una política integral que, en efecto, comprende la política social del gobierno de López Obrador pero tambiénacciones más específicas e inmediatas.

1. Política social (con efectos positivos a mediano y largo plazo).

2. Crecimiento, consolidación y efectividad de la Guardia Nacional.

3. Efectiva coordinación entre los mandos y los integrantes de la Defensa y la Marina Nacional, Seguridad Pública y Guardia Nacional; y naturalmente, las autoridades estatales y municipales.

4. Intervención a las cuentas de los presuntos delincuentes.

5. Negociación urgente con Estados Unidos sobre el tráfico de armas de alto poder a México (que ya ha comenzado a hacerse, ha dicho el secretario de Relaciones Exteriores).

6. Continuar con el combate a fondo de la corrupción.

Aunque obvias, estas medidas tienen que realizarse. Si la pretendida 4T fracasa en ofrecer y garantizar seguridad y tranquilidad a los mexicanos, poco habrá logrado. Es por eso que López Obrador está obligado a tener claros los escenarios y sus dos roles principales (el del predicador evangelista o sacerdote cristiano, tampoco va bien; hablaré en próxima entrega sobre ello). El del hombre del y para el pueblo y el del estadista de una nación convulsionada por la violencia y ávida de tranquilidad y paz.