El pasado lunes iniciaron clases millones de niños en todo el país, nuestra Ciudad no fue la excepción, y más allá de haberse desquiciado el tránsito aún más de lo normal, siempre causa cierta esperanza en el alma que esos pequeños que se dirigen a aprender, son el futuro de nuestro país, y que en ellos debe estar el cambio de nuestra nación.
Sin embargo, mientras miles de párvulos tienen la enorme fortuna de estar en un salón de clases, el día de hoy existen más de un millón y medio de niños que no regresaron a la escuela, debido a que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (por sus siglas CNTE) y la Secretaría de Educación Pública no logran llegar a un acuerdo respecto a la reforma educativa.
Tal pareciese que la CNTE se comporta como un pequeño niño que está haciendo tremendo berrinche, no obstante que el Gobierno Federal ha intentado por muchos medios llegar a un acuerdo con este grupo de “maestros”. Los estados de la República más afectados son los de Guerrero, Michoacán, Oaxaca y Chiapas, en donde millones de niños se están quedando sin clases por el paro que durante meses está haciendo la Coordinadora.
Es muy preocupante que una generación completa de mexicanos no está acudiendo a las aulas para recibir la educación que le servirá para forjarse un futuro y que esto esté sucediendo en estados cuya marginación es tremenda. El estado de Oaxaca, es uno de los más pobres del país, un estado en donde muchísimas personas no tienen ni qué llevarse a la boca, lo que se ha provocado por la incapacidad de varios gobiernos que lo han llevado a la situación tan deplorable que allí se vive, y Chiapas no está mucho mejor.
La única forma de que una persona pueda superarse y salir de la situación de desigualdad que vive, no es a través de programas sociales que solamente van a paliar por un tiempo su situación, sino mediante la educación. La CNTE con sus acciones está privando a más de un millón de niños de esta posibilidad de superarse, incluso los pequeños que están siendo afectados por este paro que inició en el mes de mayo pasado, se les impidió concluir el ciclo escolar que estaban cursando y no se ve en el horizonte una posible solución ante la intransigencia de la Coordinadora, que envalentonada, ya exigió al Gobierno Federal que debe abrogarse la reforma educativa para que ellos regresen a las aulas, mientras que la autoridad también ha acusado total falta de oficio político y amaga que no seguirá el diálogo hasta que no regresen los profesores a las aulas.
Los únicos que pierden con esta cerrazón en la que han caído ambas partes, son los niños y por ende se está perdiendo el futuro de nuestro país.
Tal pareciera que estamos frente a un juego perverso entre el Gobierno y la CNTE, en el que se debe demostrar cuál de los dos tiene más fuerza en este conflicto. No debemos olvidar que sin duda, el Gobierno tiene el compromiso de brindar educación a ese millón y medio de niños que el día de hoy no están recibiendo educación y si bien la postura de la Coordinadora es radical, creo que es momento de hacer política para poder llegar a un acuerdo que deje satisfechas a ambas partes y se deje de lesionar de esta manera a los pequeños que siguen sin saber cuál será su futuro, porque sin educación los estaremos condenando a seguir viviendo en la pobreza y en el atraso.
No debemos soslayar que la CNTE sólo representa el 5% de los profesores de nuestro país, y que mientras esta minoría está provocando un caos social en estos estados, el restante 95% ha asumido con responsabilidad la labor de educar a nuestros niños.
Hago votos por la pronta solución de este conflicto, que dejemos de lado los intereses mezquinos y que por una vez trabajemos todos juntos por el engrandecimiento de nuestra nación y que nunca tengamos que lamentarnos porque creamos una “generación perdida”.
A diferencia de lo que está sucediendo en nuestro país, quisiera referirme en la nota histórica de hoy, al samurái que quiso salvar su biblioteca en medio de una batalla.
A veces tendemos a idealizar todo lo que viene de Oriente. Sin ir más lejos, a los ojos occidentales la figura del samurái suele estar rodeada de un halo de misticismo que poco tiene que ver con la realidad. Nos pensamos que eran guerreros honorables, espirituales y de elevados principios morales, pero a la hora de la verdad tampoco eran tan distintos de los caballeros medievales europeos. Otro mito es el pintarlos como cultos, refinados y amantes de las bellas artes. Como si todo samurái, cuando no estaba en el campo de batalla, dedicara su tiempo libre a cultivar bonsáis y componer versos. Es cierto que el nivel cultural de los japoneses de la época, sobre todo entre la nobleza, era más bien elevado. Pero de ahí a pensar que todos eran gentilhombres doctos e instruidos está bastante alejado de la realidad. De hecho, como suele pasar con la gente de armas en todas las culturas, en general eran tipos bastante incultos.
Pero sí que había honrosas excepciones. samuráis que, además de guerreros, fueron auténticos humanistas. Almas sensibles y exquisitas, de gustos distinguidos, capaces de apreciar las cosas bellas y entender las verdades más elevadas de la vida. Uno de ellos fue Hosokawa Fujitaka, un verdadero hombre del Renacimiento que, además de aguerrido soldado, era maestro en ceremonia del té, experto calígrafo, historiador, poeta, pintor, filósofo, coleccionista de antigüedades y muchas otras cosas más. La perfecta encarnación del ideal de guerrero ilustrado que tanto se asocia con la figura del samurái.
Hosokawa Fujitaka nació en 1534, en plena era de las guerras civiles, una época de caos y luchas intestinas en las que Japón entero se desangraba sin remisión en conflictos interminables. Buenos tiempos para los samuráis, cuyo oficio principal es la batalla. Pero nuestro protagonista, además de un señor de la guerra y jefe de uno de los clanes más poderosos del país, era también un hombre de letras de renombre en todo el imperio. Como buen poeta, era más conocido por su nombre artístico, Yusai. Para él, la pluma era tan poderosa como la espada, y ambas las manejaba con igual soltura.
Su fama de hombre sabio, culto y árbitro del buen gusto venía de lejos. Yusai había servido en la corte de los últimos shogunes de la dinastía Ashikaga, antes de que las guerras civiles acabaran por hundir del todo al país en el caos. Cuando el shogunato cayó, los nuevos amos de Japón también quisieron contar con el talento y experiencia de Yusai. Así, el docto general pasó por la corte de Oda Nobunaga y después por la de su sucesor, Toyotomi Hideyoshi. Su reputación de erudito no hizo sino crecer en todo el imperio.
A finales del s. XVI, el bueno de Yusai se iba haciendo viejo. Decidió retirarse a sus dominios en la provincia de Tango (al norte de Kyoto) y dejar los asuntos de la familia en manos de su hijo y heredero, Tadaoki. Pero, por desgracia, no iba a poder disfrutar de la tranquilidad de sus fincas mucho tiempo. Tras un breve intervalo de paz, en 1600 Japón entero volvía a estar en pie de guerra. Hideyoshi, amo y señor del país, había muerto dejando como heredero a su hijo aún niño, y el recién unificado imperio amenazaba con hacerse pedazos de nuevo. El país se dividió en dos bandos: los partidarios del poderoso Tokugawa Ieyasu, en el Este, y los del heredero de Hideyoshi, en el Oeste. Ambas facciones acabarían chocando en la madre de todas las batallas, Sekigahara, donde se decidiría el destino de la nación. Si se nos permite el spoiler, diremos que la cosa acabó con victoria total de los Tokugawa.
Todos los grandes clanes se vieron obligados a tomar partido: Este u Oeste, Tokugawa o Toyotomi. La familia Hosokawa se declaró del lado Tokugawa. Tadaoki, el joven líder del clan, partió a la batalla con el grueso de sus legiones, y su padre Yusai quedó en Tango cuidando del feudo familiar. Pero en los prolegómenos del choque final entre ambos ejércitos, un contingente de 15.000 hombres de las fuerzas Toyotomi se adentró en Tango y puso sitio al castillo de Tanabe, donde el anciano Yusai residía. La guarnición que le quedaba era de apenas 500 hombres, mas no estaban dispuestos a rendirse. Por mucha fama de hombre de letras que tuviera, Yusai era ante todo un samurái, y como tal debía de comportarse. A sus 66 años, superado en número por prácticamente 30 hombres a 1, Hosokawa Yusai se aprestó para la batalla. El viejo poeta iba a vender cara su vida.
Con una superioridad tan aplastante, el asedio debería haber sido pan comido para el ejército del Oeste. Sin embargo, las cosas no se desarrollaron a la manera habitual. El prestigio de Yusai le precedía, y el aprecio que se le tenía en todo el imperio a este sabio venerable era inmenso. El respeto que inspiraba en los propios soldados enemigos era tal, que no pusieron demasiado empeño en ganar la batalla. Muchos de aquellos samuráis habían sido pupilos de Yusai en la corte de Hideyoshi unos años antes. Llegaron a “olvidarse” convenientemente de cargar los cañones con balas a la hora de bombardear el castillo. Los disparos de los artilleros Toyotomi eran simples salvas de fogueo. No querían acabar con una gloria nacional.
Entre unos atacantes sin excesivas ganas de combatir y un defensor amante de la poesía y la porcelana fina, aquel debió de ser el asedio más pacífico de la historia de Japón. Pero tampoco era todo sake y rosas. Yusai se enfrentaba a una situación límite, y en esa batalla se arriesgaba a perder algo más que su honor y sus tierras. A lo largo de los años, el anciano esteta había ido acumulando en su castillo una exquisita colección de pinturas, manuscritos y obras de arte de valor incalculable. Piezas únicas en todo Japón. Para que no se dañaran en el asedio, quiso ponerlas a salvo, y la mejor solución era enviárselas al mismísimo emperador para dejarlas bajo su custodia. La corte de Kyoto era el único destino digno para la colección de Yusai. Sin tiempo que perder, mandó un emisario a palacio y el hijo del cielo atendió a sus ruegos. Ambos bandos acordaron un alto al fuego (aunque fuego, precisamente, no había mucho) para que se pudieran evacuar los libros.
Preocupado por el destino del anciano Yusai, en su regio mensaje el emperador también lo conminaba a rendirse. En aquellos tiempos el emperador de Japón era una figura meramente decorativa que apenas pintaba nada en la política del país. Vivía apartado del mundo en su corte de Kyoto, por encima del bien y del mal, y cumplía un papel puramente ceremonial. Pero el respeto que inspiraba su figura era absoluto. Pocas veces abría la boca pero, cuando lo hacía, su palabra era ley. Lamentaba profundamente que la valiosa vida de un humanista de la talla de Yusai se pusiera tontamente en riesgo en aquella estúpida batalla. Con apenas 500 efectivos, no tenía ninguna oportunidad de resistir un asalto serio. Seguir luchando era a todas luces un suicidio. Pero Yusai era samurái antes que sabio, y estaba empeñado en demostrarlo. No se iba a rendir a los Toyotomi.
Por desgracia para el empecinado anciano, el emperador tampoco estaba dispuesto a dejarlo morir. Su siguiente mensaje ya no fue ningún ruego, sino una orden directa: su vida era demasiado preciosa para el imperio, y no podía tirarla a la basura alegremente. Debía claudicar y evacuar el castillo de inmediato. Ante tal ultimátum, Yusai no pudo negarse: el 19 de octubre de 1600 rindió el castillo al ejército del Oeste. Los asaltantes lo dejaron salir con sus hombres y Yusai, harto de batallas, se retiró a Kyoto para dedicarse a las artes de tiempo completo. En cualquier caso, su terca resistencia había rendido un buen servicio a la causa de su señor Tokugawa: había tenido ocupado durante casi dos meses a un contingente entero de tropas enemigas, soldados que ya no llegarían a tiempo de participar en la gran batalla decisiva.
Yusai vivió hasta la edad de 76 años, esta vez sin guerras que le amargaran la existencia. Dedicado por entero a sus versos y sus cerámicas, pasó sus últimos días tal y como siempre quiso. Pero nadie dudaba de que, cuando la ocasión lo requería, aquel abuelo sibarita y refinado sabía luchar y morir como un verdadero samurái. Así era Hosokawa Yusai, el epítome del ideal caballeresco de su época. "El guerrero que blandía con igual destreza la pluma que la espada".