Con el paso de los días ese sentimiento se expandió, la necesitaba, sí esa es la palabra, era ya una necesidad.

Como una regla no escrita nos comenzamos a ver en el jardín de la escuela antes de clase, con el único fin de saludarnos y entrar juntos al salón de clases. Entre materia y materia poco nos hablamos poco, un gesto a lo lejos o un leve rozón en su mano a manera de sentirnos, calmaba el deseo por estar cerca, procuramos darnos tiempo y espacio para estar con nuestras amistades. Teníamos presente que únicamente seríamos nosotros dos saliendo de la escuela para contarnos todo, nuestro día, nuestras metas, nuestros sueños…

Así entre ilusiones, palabras y miradas insinuantes nos fuimos conociendo, pusimos los cimientos al edificio que llegamos a construir.

 La alegría me desbordaba, era tal mi momento de éxtasis que hasta en poeta me transformé. Tengo guardado en mis neuronas el primer poema que escribí para ella:

“Son esos momento que paso contigo un paraíso interminable de besos y caricias…

…Cada minuto en ti es como volver a nacer y sentir que estoy vivo, porque tú me haces vivir…

…Un instante en tu mirada es recrear mi alma viendo tu inocencia, tu sinceridad…

…Eres el anhelo que en mis sueños siempre está, el deseo del amor de verdad…

…Eres el nudo en mi garganta, la perpetuidad de mi presente…

…Eres lo cotidiano vuelto novedad,  el chocolate que cubre mi helado, el botón de mi camisa…

       …La ternura que me arranca los suspiros.

… El sol de mis mañanas, el sueño de mis noches… el latido de mi corazón...”

Muy cursi, lo sé, pero me sentí más poeta que Gustavo Adolfo Becker.

Su presencia, el pensar en ella, fue el mejor pretexto para evadir un poco la realidad que se vivía en casa. No guardo la impresión de que fuera una época de desdicha, no, pero sí de mucha escasez y de inestabilidad, por lo que Minerva fue mi oasis particular.

Una vez terminado el sermón que recetaba el maestro de la última clase solo existíamos tú y yo con nuestras caminatas interminables amenizadas con el sonido de nuestros inagotables besos.

Me daba curiosidad saber si algún centímetro del asfalto que recorrimos no fue testigo de nuestros besos. Estoy seguro que no.

La vida llevaba ritmo de balada, no podría ser mejor. Pero el día siempre es el preámbulo de la noche.

El semestre estaba a punto de terminar. Por lo que la felicidad era mayor. Pero eso a ella parecía no importarle. De unos días a la fecha se mostraba seria, nuestros recorridos eran más cortos. Me desconcertaba.

No dejé pasar más tiempo para preguntarle qué problema existía, que me dijera el porqué de su comportamiento, solo que las respuestas solo sembraban más interrogantes. Algo andaba mal, pero no se atrevía a enfrentarlo, le insistí hasta el hartazgo, no le quedó más que confesar la razón de tu conducta: tus padres estaban enterados de nuestra relación, quienes no estaban de acuerdo en que no se les informara y lo peor, que no se les pidiera permiso. Por un momento creí que bromeabas, pero al ver tu rostro ese supuesto quedó descartado.

Para mí hay situaciones que son difíciles de entender y una de ellas es por qué los padres deben autorizar a quien tenemos que querer, sin excepción, pareciera que cuentan con el Don de la clarividencia y con solo ver al pretendiente en cuestión son capaces de determinar si son buenos o malos muchachos, y claro está esto queda supeditado regularmente a tres cosas: ropa, pelo y si tienes carro, con estos factores pueden determinar si eres un buen o mal muchacho. Somos una sociedad que nos dejamos llevar por lo que la vista nos muestra, pero no tomamos en cuenta que es uno de los sentidos más propensos al error.

Todo eso solo lo pensé porque para mí era más importante su tranquilidad, nuestra relación, así que no tardé mucho en responderle que no tenía por qué preocuparse, que cuando quisiera hablaría con sus papás para darles su lugar. Este simple hecho fue más que suficiente para que el brillo en sus ojos regresara.

- ¿Entonces, mañana por la noche está bien? La prontitud me sorprendía. Pero con tan amplio margen que dejaba para la negociación qué otra respuesta podía dar.

Nunca me preocupé siquiera un poco por saber el pensamiento de sus padres, no esculqué más allá de cosas triviales sobre ellos, a lo mucho los saludé dos o tres veces en el tiempo que llevaba acompañándola a su casa, en fin una serie de situaciones  en las que nunca reparé hasta ese momento. Todo el trayecto a su casa me sirvió para que me pusiera al tanto de todo esto.

Por la mañana además de arreglar la ropa con la que acostumbraba ir al trabajo, preparé un pantalón que según mi saber era formal, por supuesto una camisa que le combinara y los respectivos zapatos. Estaba dispuesto a causar la mejor de las impresiones. Además de mi vestir, pulía mi vocabulario. En la fábrica la forma en que me dirigía a mis compañeros era de manera inusual, hasta Pedro me dijo – “qué te pasa muchacho, qué mosco te picó” – Pero sabedor de la carrilla interminable que se vendría si le cuento preferí evadir sus preguntas con mi silencio, al cabo ya estaban acostumbrados a él.

Ya en la escuela, con el cambio de vestimenta hecho, la busqué, me miraba de arriba abajo como incrédula de lo que presenciaba, hasta incómodo me sentí; acordamos no entrar a las dos últimas clases para llegar con buen tiempo al compromiso.

Las manecillas del reloj corrían más rápido que de costumbre, llegaba el momento de abandonar la escuela, nos dirigimos a abordar el camión.

Ya en él hablábamos de cualquier cosa; mi semblante era de tranquilidad, pero no, tenía miedo, mucho miedo, pensaba el que pasaría si el autoritarismo de sus padres se hiciera presente, no es fácil enfrentar la cerrazón.

Al bajar del camión el nerviosismo se hacía más y más grande, las manos, para darme confianza puso su brazo con el mío.

Su casa estaba frente a nosotros y en la puerta de pie como guardianes, sus padres, acuñé la mejor de mis sonrisas, extendí mi brazo para saludarlos e ingresamos.

Recuerdo ese momento como si fuera los primeros segundos del primer round en una pelea de box, un pequeño movimiento, una finta, uno que otro golpe para tantear al rival y medirlo.

- Hola señora, hola señor, antes que nada es un gusto conocerlos, les ofrezco una disculpa por no haber venido antes, lo que pasa es que Ustedes saben… por cierto que su hija me habla mucho de ambos, pero nunca mencionó lo jóvenes que son.

Iniciaba de manera lambiscona mi estrategia de ablandamiento, las mejores frases que practiqué durante el día parecía que rendirían fruto. Doña Guadalupe de forma muy amable me ofreció agua o refresco para beber, acepté el refresco. Ya instalados en la sala, terminaba el tanteo y de manera rápida despachaban las preguntas.

-    Así que usted es el amigo de mi hija, preguntaba Don Mario.

-    Bueno señor, fíjese que esa condición de amigos no aplica en nosotros, de unas semanas para acá su hija y yo…. No terminé la oración cuando de la esquina contraria Doña Lupe, aún con los vasos en la mano preguntaba.

-    ¿¿¿Y trabaja joven???

-    Claro señora, la situación de hoy no permite darnos el lujo de …

-    ¿En qué?

-    Bueno tengo la oportunidad de trabajar en una empresa que se dedica a la venta de accesorios para camiones de carga, queda por ahí en la …

-    ¿Y le va bien?

-    Bueno, no me puedo quejar, me alcanza para mis gastos y aportar a mi casa, además…

-    ¿Cómo va en la escuela? Cuestionaba su padre.

-    No cree que están muy chicos para tener novio, decía la madre.

-    ¿Qué intenciones tiene con mi hija?

-    ¿Por qué no se había tomado la molestia de pedir nuestro permiso?

-    ¿Usted es hijo de quién?

-    ¿Hermanos?

Solo les faltó preguntar si tenía la vacuna contra la rabia.

Esto era una masacre. Estaba a punto de caer noqueado.

Llegó un momento en que quise pararme y gritar ¡Si, soy culpable, merezco la hoguera, el potro, la horca, lo que quieran! Con tal de no seguir escuchando a mis verdugos, pero la cordura se mantuvo, mas cuando parecía todo perdido salió Minerva a mi auxilio.

-    ¿Quieres un poco más de refresco?

-    Tenía el vaso prácticamente como me lo había dado su mamá, pero cual David Coperfield desaparecí el líquido en un segundo, lo que abrió un justo receso.

En su ausencia no hubo palabras, solo miradas y movimientos del cuerpo para encontrar un mejor lugar en el sillón.

Por fin regresó. Con su vuelta la cordura fue el tono escogido para continuar con el monólogo de sus padres. La letanía se hacía eterna, que si el respeto, que los valores, las reglas de la casa, la hora, la iglesia, Don Pedro, los vecinos, la abuela, el perro... Uff!! La charla se volvía nebulosa, así que aproveché un brevísimo espacio para interrumpir el soliloquio y preguntar si aceptaban el que echara novio, sus padres cruzaban miradas entre ellos, hacía ella, conmigo. Suspenso. Más a fuerzas que queriendo, asintieron. El cuerpo se nos llenó de júbilo, cuando todo indicaba que el martirio había acabado, como maldición comenzaban el capítulo correspondiente a las reglas del noviazgo. Objetivos del 1.1 al 1.5: hora de llegada, hora de salida, días de visita, lugar donde platicar, hora límite para buscarla por teléfono.

Nunca se les habrá ocurrido pensar, así por casualidad, que el cariño no es un burócrata regido por un contrato colectivo; que el sentimiento es incapaz de marcar una tarjeta de asistencia o simplemente tomar en cuenta que la necesidad de estar cerca uno del otro no desaparece, solo se posterga. 

Después de miradas inquisidoras, preguntas interminables, con su duda eterna, de dejar como fianza mi palabra, ¡¡¡oficialmente fuimos novios!!!