Estremece saber que los asesinatos de periodistas continúan. El luto de los hogares de quienes han sido ultimados duele, e incorpora a muchos más en la lastimadura, sean o no relacionados, familiares o conocidos de aquellos que ya no nos acompañan físicamente, y que en adelante no la harán a través de los medios en los que colaboraban, en sus crónicas, reportajes, artículos, investigaciones; su ausencia pesa desde el primer momento en el que dejan de aparecer, influir, opinar, decir, argumentar, señalar…

Difícil se ha vuelto el oficio del periodismo por su condición de riesgoso. El hecho inhibe el desarrollo de la actividad, la vulnera, la somete, la incorpora en un obscuro callejón de conjeturas ¿existe peligro cuando se critica o se plasma lo que se asume como verdad? ¿por qué mataron a los que ultimaron? ¿quién tiene el poder de silenciarlos? ¿por qué se carece de fuerza para protegerlos? La debilidad del Estado para brindarles garantías en el desarrollo de su tarea vulnera a la sociedad en su conjunto, la induce a la esclavitud que se caracteriza en hablar bajo o quedo por el peligro de denunciar y elevar la voz, finalmente es como un invocar el silencio, recomendar el no decir; una especie del dejar hacer, dejar pasar en la opinión pública; un liberalismo del no Estado en los medios de comunicación; un camino a la anarquía; ahí sí, el peor de los neoliberalismos, pues abandona a la sociedad al flujo de las cosas y espere que surja un cauce natural que ordene.

Resignarse a que quienes intimidan se vuelvan misericordiosos, sensibles, reconvengan su proceder, se apiaden y abandonen el mal proceder. El camino de los piadosos, pero no de quienes se obligan con el Estado, sus instituciones y leyes; de los que asumen el camino de ser verdaderos patriotas para hacer valer la vida público y el respeto que demanda para el ejercicio de las libertades.

La voz y las palabras de más de una treintena de periodistas, casi cuarenta en lo que va de este sexenio, ha sido acallada; se trata de un hecho brutal que inhibe sin distingos, sugiere la autocensura, el dejar temas y comentarios fuera del papel, de los textos. Se impulsa un periodismo de la prudencia que supone, es mejor acallar. La inacción de las autoridades, su negligencia o su falta de resultados para investigar los hechos, eso sí, atenta contra la República, contra su régimen de libertades, pues se hace cómplice del delito, de los asesinatos que se han realizado y lo que es brutal, de una estadística que no cesa de victimizar a la sociedad. Lo peor del pasado reciente, de sus hechos atroces se aparece como sombra que nos persigue en el presente.

Los lamentables hechos que han llevado al homicidio de periodistas no son aislados o exclusivos de ellos; tienen lugar en un contexto de feminicidios y de regiones del país que viven asoladas por la inseguridad. La subcultura de la ilegalidad domina, significa un mensaje a que los ciudadanos se sometan, sean dóciles y si quieren sobrevivir desarrollen aptitudes para lidiar con quienes reclaman derechos de piso a los negocios, pero siempre en el riesgo de que, si el cálculo que se hace para no cumplir con las exigencias criminales ha sido errado, entonces, se cumplan las advertencias criminales.

La vida pública se deteriora y las instituciones públicas se debilitan, atrofian. Por lo pronto, Yessenia Mollinedo Falconi y la reportera Sheila Johana Olivera ya no estarán en su portal informativo veracruzano.