Las propuestas de reformas constitucionales presentadas por AMLO hace unas semanas no tienen precedente. Por primera vez en la historia de México, un jefe del Estado mexicano en funciones ha dado a conocer sus intenciones de legar a su sucesor un gobierno profundamente centralizado y un presidencialismo que haría sonrojar al PRI de antaño.

Sí que el PRI ejerció un presidencialismo omnipotente y todopoderoso. Sin embargo, durante los años previos a la transición del 2000, el poder ostentado por el Revolucionario Institucional derivó de unos métodos meta constitucionales ( como los llamó en su momento Jorge Carpizo) que consistían en su ejercicio a través de la influencia del presidente en tanto que líder del partido.

Por lo tanto, si bien el poder del jefe del Ejecutivo desafiaba el espíritu de la Carta Magna, se sostenía bajo el marco legal. A través de esos medios el presidente controlaba, mediante la aprobación de las candidaturas del PRI, a los futuros legisladores, gobernadores y ministros de la Corte, quienes le rendían tributo pues le debían su cargo.

Las reformas de AMLO van más allá. A diferencia de las prácticas priistas, las propuestas del tabasqueño pretenden inscribir el autoritarismo en la norma fundamental. Especialmente alarmante ha resultado la idea de hacer elegir a los ministros de la Suprema Corte por sufragio universal.

No contentos con la politización del Poder Judicial, pretenden ahora con el plan C que los jueces sean vulnerables ante los vaivenes de la política y a merced de los partidos políticos y de todo lo que rodea a una campaña electoral.  Es inaceptable en una democracia liberal.

Las elecciones del próximo 2 de junio decidirán si Claudia Sheinbaum será la presidente más poderosa del México moderno. Si la morenista resulta electa, y si el partido oficial logra la hazaña de ganar las dos terceras partes del Congreso federal, la ex jefa de gobierno contará con todos los instrumentos jurídicos y políticos para socavar al Poder Judicial, eliminar a los molestos organismos autónomos, destruir a los plurinominales, y es suma, cargarse una democracia en ciernes que ha luchado desde 1997 por abrirse paso en un régimen caracterizado por el presidencialismo revolucionario.

Sí, como lee el título de esta columna, Claudia Sheinbaum, a pesar de no ser una mujer política natural y de no contar con el menor carisma propio de un azuzador de masas, podría devenir en la presidente más poderosa de México; con un Congreso a modo y con un testamento político heredado por su antecesor que estará obligada de materializar.