En vísperas del centenario de la gran escritora, ensayista y pionera feminista Rosario Castellanos, trato de enfocar con su mirada, los tiempos que ahora vivimos. Una época en la que ser mujer no se reduce ni define por la maternidad, en la que de hecho, las mujeres han dejado de ser sinónimo de madres con las tasas de fecundidad a la baja. Un sexenio en el que dos mujeres compiten por ser presidenta, como augurio determinante de que el concepto de “poder” cada vez se lleva mejor con el de “mujer”. Seguramente, su expectativa sería que aquel primer concepto pudiera ser redefinido en los actos y la contracultura de vivir un poder que no sea masculino, que se aleje de la imposición y la fuerza para elegir el verbo y la convicción en lo cotidiano.

Si Rosario Castellanos viviera, desde las aulas de la UNAM sería crítica y seguramente, su hermosa pluma sería la mejor prosa para destacar las grandes contradicciones de un movimiento que aspiró a ser el más humano, honesto y social, que poco a poco se fue pervirtiendo por aquellos monstruos indomables vestidos de verde olivo.

Dicen algunas compañeras escritoras que si Rosario Castellanos viviera, con Claudia Sheinbaum estuviera. Claudia no ha sido víctima sino autora de sus circunstancias, con todos los silencios que aquello le haya costado. Tal vez, a Rosario Castellanos, esa invitación le habría llegado y si viviera, seguramente habría aceptado desde un espacio que no le comprometiera renunciar a sí misma. Acompañar a la primera presidenta, hija reivindicada del 68.

Rosario Castellanos habría celebrado las autonomías reproductivas sobre el aborto legal; habría escrito sobre ese “país de las mujeres” en el que la devoción dejara de ser un adjetivo calificativo exigible para cualquiera de nosotras. Su centenario será vivido con una mujer en la silla del águila y no tengo dudas en que su centenario marca una era: aquellas reflexiones sembradas, tantas generaciones educadas, las miles de lecturas y los cientos de destinos cambiados por su letra y su ejemplo tienen ahora una repercusión tremenda. Una mujer presidenta. Como si Rosario Castellanos en esta suerte de feminismo generacional, hubiese logrado apuntalar la tierra que posteriormente sería sembrada.

No es el fin, de hecho, es el inicio de una responsabilidad grande para la pedagogía política de las mujeres en un país en que la pasividad de todas se espera como conducta correcta. Aún las candidatas y las mujeres que deciden cambiar a sus comunidades participando a política siguen siendo sometidas al “escrutinio masculinizador”, ese parámetro de imagen, tono de voz, comportamiento, acciones, ecuanimidad y palabras en el que se espera de las mujeres políticas que proyecten o se comporten como los hombres. Que no sean “frágiles” ni demasiado sentimentales.

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Si Rosario Castellanos viviera, con la filosa navaja de sus letras y su voz reclamaría la violenta imposición feminicida con la que crecen las tendencias de dominación en contra de las mujeres. Reclamaría las desapariciones. Nombraría a las muertas.

¿Seguiría combatiendo el victimízalo y reivindicando la responsabilidad de las mujeres sobre sus propios destinos? Seguramente sí. Su voz para erigir adultas independientes y autónomas seguiría siendo un referente para alejar a las mujeres aspirar a santas, aquellas inalcanzables vírgenes en pedestales sufrientes.

Tal vez habría sido una activista de cien años, tal vez, entre más la leamos y entendamos nos daremos cuenta que ella sigue viva a través de sus letras. Honrarla implica vivir en las autonomías y admirar el entorno desde ese lugar.

Rosario Castellanos nunca calló su voz. Repudió la represión y el autoritarismo. Ni haber sido nombrada embajadora fue cuota para dominar su mente o corazón.

Y así, escribió:

Memorial de Tlatelolco

La oscuridad engendra la violencia

y la violencia pide oscuridad

para cuajar el crimen.

Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche

Para que nadie viera la mano que empuñaba

El arma, sino sólo su efecto de relámpago.

¿Y a esa luz, breve y lívida, quién?

¿Quién es el que mata?

¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?

¿Los que huyen sin zapatos?

¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?

¿Los que se pudren en el hospital?

¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?

¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.

La plaza amaneció barrida;

los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo.

Y en la televisión, en el radio, en el cine

no hubo ningún cambio de programa,

ningún anuncio intercalado

ni un minuto de silencio en el banquete.

(Pues prosiguió el banquete.)

No busques lo que no hay: huellas, cadáveres

que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa,

a la Devoradora de Excrementos.

No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.

Ay, la violencia pide oscuridad

porque la oscuridad engendra sueño

y podemos dormir soñando que soñamos.

Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.

Duele, luego es verdad. Sangra con sangre.

Y si la llamo mía traiciono a todos.

Recuerdo, recordamos.

Esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca

sobre tantas conciencias mancilladas,

sobre un texto iracundo,

sobre una reja abierta, sobre el rostro amparado tras la máscara.

Recuerdo, recordemos

hasta que la justicia se siente entre nosotros.

- Rosario Castellanos Natalicio 25 de mayo de 1925