La recepción al nuevo embajador de Estados Unidos en México, Ronald Johnson, fue algo más que un acto protocolario. El discurso de bienvenida pronunciado por Larry Rubin, presidente de The American Society, fue una advertencia con fondo de alarma geopolítica: la infiltración del crimen organizado en los niveles más altos del poder político mexicano ya no es una sospecha, sino una amenaza visible y constante. Rubin llamó, sin ambigüedades, a redoblar la cooperación bilateral, no solo en materia comercial, sino en la reconstrucción de los mecanismos institucionales de contención, legalidad y transparencia. Desde su perspectiva (y la de Washington), ya no basta con declaraciones, es momento de acciones coordinadas.
La gravedad del momento fue subrayada casi en paralelo por un actor inesperado: el abogado estadounidense Jeffrey Lichtman, defensor de Ovidio Guzmán, quien no dudó en calificar al gobierno mexicano como “el brazo de relaciones públicas de una organización criminal”. Lo hizo en respuesta a los señalamientos de la presidenta Claudia Sheinbaum sobre la negociación de culpabilidad de su cliente en una corte estadounidense. Lichtman, con ironía hiriente, puso sobre la mesa una verdad incómoda: los pactos entre narcos y funcionarios no se fraguan únicamente en la clandestinidad, sino que muchas veces cuentan con respaldo institucional o mediático.
Este señalamiento encuentra eco y respaldo involuntario en el caso que sacude hoy a Tabasco. La orden de aprehensión contra Hernán Bermúdez Requena, exsecretario de seguridad pública del estado y presunto líder de un grupo criminal vinculado al Cártel Jalisco Nueva Generación, revela hasta qué punto la estructura estatal ha sido penetrada. Bermúdez no era un operador menor. Fue designado por Adán Augusto López Hernández, entonces gobernador y luego secretario de gobernación. Su presunta red operaba desde el corazón de la administración pública. Su fuga internacional con paradas en Panamá, España y quizá Brasil, confirma que no solo tuvo complicidades para operar, sino también para escapar.
En un giro que ningún guionista podría haber previsto, fue José Ramiro López Obrador, hermano del expresidente Andrés Manuel López Obrador y actual secretario de gobierno en Tabasco, quien resumió el momento con una frase lapidaria: “ahí está saliendo toda la pudrición”. El mensaje, viniendo desde el mismo núcleo familiar del obradorismo, es tan claro como demoledor: la corrupción no solo fue tolerada, fue apadrinada, y sus consecuencias hoy comprometen la viabilidad de cualquier intento de regeneración.
En este contexto, el llamado de Rubin no puede ser desestimado como una simple deferencia diplomática. Es un mensaje cifrado en el lenguaje de la urgencia estratégica. Estados Unidos no ve con buenos ojos una administración mexicana titubeante, especialmente en un momento en que el Congreso norteamericano discute nuevamente la designación de ciertos cárteles como organizaciones terroristas extranjeras. México no puede pretender jugar a la autonomía sin demostrar capacidad de control interno. Ni los tratados comerciales, ni la inversión extranjera directa, ni la migración ordenada se sostendrán si el país se convierte en santuario de impunidad institucional.
El discurso de Rubin, las declaraciones del abogado de Ovidio y la persecución del exsecretario tabasqueño no son eventos aislados. Son síntomas de una misma enfermedad: la captura progresiva del Estado por estructuras criminales que mutan, negocian y se mimetizan con el poder. A este paso, no será Estados Unidos quien imponga las condiciones del nuevo orden bilateral; serán los cárteles quienes dicten los límites del Estado mexicano. Y eso, simplemente, es inaceptable.
Como hecho notorio y paralelo, la situación se tornó aún más crítica con la carta oficial enviada por el presidente Donald J. Trump a su homóloga mexicana, Claudia Sheinbaum, en la que le notifica el inicio inmediato de un incremento arancelario del 30% a las exportaciones mexicanas. En el documento emitido desde la Casa Blanca, el presidente Trump vincula directamente esta medida con el aumento de la violencia en la frontera sur y la presunta inacción del gobierno mexicano para frenar la expansión de los cárteles hacia territorio estadounidense. Se trata, en los hechos, de una sanción económica por motivos de seguridad nacional, sin precedentes desde el inicio del T-MEC. La advertencia es clara: si México no limpia su estructura de gobierno y combate frontalmente al narcotráfico, lo hará Estados Unidos por la vía del castigo comercial.
Este nuevo escenario obliga a replantear los términos de la relación bilateral. México ya no puede posponer el fortalecimiento de su Estado de derecho. Lo que antes era una exigencia técnica o moral, hoy es una condición económica de supervivencia.
El discurso de Rubin, las declaraciones del abogado de Ovidio y la persecución del exsecretario tabasqueño no son eventos aislados. Son síntomas de una misma enfermedad: la captura progresiva del Estado por estructuras criminales que mutan, negocian y se mimetizan con el poder. A este paso, no será Estados Unidos quien imponga las condiciones del nuevo orden bilateral; serán los cárteles quienes dicten los límites del Estado mexicano. Y eso, simplemente, es inaceptable.