La crisis migratoria desatada por el fin del Título 42, la desigualdad agudizada tras una crisis pandémica y violencia que se incrementa en latinoamérica ha colocado al mexicano, como raza, en un lugar muy privilegiado para los migrantes sureños y muy desafortunado ante las autoridades y ciudadanía norteamericanos, que en plena temporada electoral, agudizan el discurso racista como herramienta para unir masas a partir del odio.
La mexicanidad podría estudiarse desde los elementos culturales que la integran, sin embargo, en un país tan grande caben tantos “Méxicos” como grupos identificados entre sí. Uno de esos factores de identificación es la “clase”: hay grupos que se asumen como clasemedieros, hay personas asumidas como clase trabajadora (aunque muchos clasemedieros sean clase trabajadora), hay personas identificadas como clase obrera, algunos auto-asumidos como clase baja, “pobres” y otros pocos que se asumen como élite, aquellos que se perciben a sí mismos como lo suficientemente exclusivos, adinerados, conocedores, viajeros, poderosos o refinados como para apartarse de todas las personas que a menudo les rodean: no se identifican con la trabajadora del hogar que asiste a sus domicilios; no se identifican con las personas que son la fuerza productiva de sus empresas; tampoco se perciben igual que aquellas personas dedicadas al servicio de sus peticiones.
La distinción de la que hablo no tiene nada que ver con cualquier criterio objetivo para categorizar que una persona pertenece a una clase social o a otra, hablo de aquella distinción en la que bastantes mexicanos se perciben superiores que los migrantes centroamericanos y originarios de Haití o África.
Hablo de la doble vara con la que cierto sector de la opinión pública se indigna por las desafortunadas declaraciones del senador republicano John Neely Kennedy al declarar que, “hablando figurativamente”, México estaría “comiendo comida para gatos de una lata y viviendo bajo una carpa” sin la asistencia de Estados Unidos, al mismo tiempo que teme y rechaza la llegada de colombianos, nicaragüenses, hondureños y haitianos porque podrían ser “delincuentes”.
Aquellos que, desde sus tierras interpeladas por el narco y la pobreza, erigen castillos impenetrables con cámaras, seguridad y muros de rechazo porque temen que los migrantes, así como les piden lavar sus parabrisas, montándose sin permiso podrían un día montarse a invadir sus hogares.
El mexicano sabe de racismo porque lo vive a diario, lo entiende aunque a veces quiera negarlo: las personas blancas reciben mayores privilegios, el pantone determina el nivel de confianza e ingresos, el extremo más oscuro gana menos y la vida le cuesta más pero el fenómeno de opresión hace que hasta el menos privilegiado pueda sentir un poco de poder y superioridad sobre aquel que llega al país extraño buscando sobrevivir.
Ante los ojos clasemedieros, el pollero podría parecer precarizado o al menos, “inferior”. Pero ante los ojos de aquel que se arriesga a conducir por más de 12 horas con trailers y camionetas repletos de personas, aquellos seres humanos bien pueden equipararse a cualquier porcino o bovino que, hacinado en una cabina, debe llegar a un rastro. Va al volante, tiene el control del vehículo. Ante cualquiera de los que atraviesan el viaje crucis, será una autoridad. No es el único que podrá maltratarles. También lo harán esos mexicanos hasta el tuétano que festejan orgullosos cada 15 de septiembre y trabajan en la Guardia Nacional, los que sirven en el Instituto Nacional de Migración, aquellos que se encuentran en las aduanas, los que son policías municipales, aquellos que atienden en hospitales, cualquiera que les encuentre, les rechace, les maltraté y les humille. El migrante es el oprimido del oprimido, el que es maltratado compulsivamente. El que muestra cómo de nada ha servido exigir respeto a Estados Unidos ante su trato a los mexicanos que persiguen el sueño americano.
La xenofobia de la xenofobia, el racismo del racismo, el darwinismo en su máximo esplendor: selección natural, tan sólo podrán sobrevivir los que superen su debilidad de haber nacido en países más pobres, en zonas de conflicto, en momentos de guerra. Mientras la Comisión Nacional de Derechos Humanos inspecciona las condiciones de los centros de migración, al menos 33 estancias con naturaleza de “centros de detención” cerrarán. En Tláhuac, Ciudad de México, se han abierto albergues que ya se encuentran rebasados ante tantas solicitudes de asilo. Estados Unidos desplegará 24,000 agentes estadounidenses para impedir el cruce a través de sus fronteras, el Título 8 permitirá detenciones y despliegues de fuerza mayores, se anuncia una crisis migratoria que en realidad, parece una crisis humanitaria. En la incapacidad para brindar tránsito y estancias seguras se esconde el fantasma del rechazo, la advertencia voraz de que si algo sucede, será responsabilidad de quienes decidieron viajar.
Hay infancias migrantes entre las olas de viajeros, mujeres embarazadas que no pudieron recibir atención médica. Una de las anécdotas que más dolor me ha podido generar es aquella en la que se relata que las mujeres centroamericanas buscan colocarse DIUs y anticonceptivos antes de viajar, convencidas de que durante su paso por México serán violentadas sexualmente, convencidas también de que no están en condiciones de procrear, eligiendo el riesgo de una violación antes de la certeza de una ejecución en sus respectivos países. Este texto tiene la finalidad de que cada lector pueda entender que las olas migratorios no son solamente asuntos gubernamentales, sino que son asuntos sociales, colectivos, en los que la empatía, conciencia, sensatez y realidad para entender que son nuestros espejos, que somos iguales, que sin importar el dinero de nuestras carreteras o cuentas, no somos ni más ni menos y que si hoy podemos ayudar, debemos hacerlo. Probablemente los veamos en las calles o en los medios de comunicación, en los supermercados, albergues, cruceros o carreteras y nos corresponde respetar, preguntar antes de ayudar cómo podemos hacerlo y jamás asumir que tan solo por ser extranjeros, merecen menos de lo que nosotros mismos tenemos.