La palabra “agresiva” suele utilizarse para transmitir determinación, audacia y ruptura con lo establecido. Así la empleó recientemente el secretario de Economía al anunciar el llamado Plan de Impulso al Sector Textil y del Calzado. En un país donde la política industrial ha estado ausente durante décadas y donde los anuncios suelen multiplicarse más rápido que los resultados. Lo que no está claro es si esta agresividad se sostiene en instrumentos reales o si es, como muchas veces sucede, una etiqueta que cubre decisiones más convencionales.
El contraste entre la retórica mexicana y los ejemplos comparativos que se mencionó como Estados Unidos y China, es revelador. Estados Unidos, con la Ley de CHIPS destina cientos de millones de dólares a subsidios directos, infraestructura y relocalización productiva. China, con su entramado planificador, invierte de forma sistemática entre dos y tres por ciento de su PIB anual en política industrial directa, además de coordinar clústeres, cadenas logísticas y sistemas tecnológicos. México, por su parte, opera con un nivel de inversión pública cercano al 0.2% del PIB dirigido a actividades industriales y tecnológicas. La brecha no es solo cuantitativa, sino conceptual: mientras las potencias modifican la trayectoria tecnológica de sectores completos, México ha optado por instrumentos más modestos y dispersos, más propios de una política de apoyo industrial que de una estrategia transformadora.
Esta distancia plantea un problema adicional cuando el secretario compara la estrategia mexicana con la “agresiva” de Estados Unidos y China. La aspiración es legítima, pero la factibilidad resulta cuestionable. No basta con declarar la agresividad; se requiere sostenerla en un conjunto articulado de políticas, incentivos y capacidades estatales. De otro modo, el concepto se diluye en la retórica.
Ahora bien, los sectores textil y del calzado sí requieren atención. Son industrias de larga tradición en México, arraigadas en regiones donde constituyen el principal motor económico y social. Sin embargo, también han sido sectores sometidos a presiones crecientes. Desde finales de los años noventa, la competencia asiática ha desplazado a productores locales. La productividad, según datos del INEGI, se ubica entre veinte y treinta por ciento por debajo del promedio manufacturero. La informalidad supera la mitad de las unidades económicas en algunas regiones. La dependencia de insumos importados es estructural. La innovación es escasa. Y la capacidad tecnológica no ha logrado acompañar la velocidad de los cambios globales.
En este escenario, el anuncio de un plan agresivo podría ser una oportunidad histórica para revertir la tendencia. Pero al revisar los instrumentos presentados (créditos, digitalización, capacitación), la pregunta se vuelve evidente: ¿es esto suficiente para modificar la estructura productiva de sectores altamente competitivos a nivel global? Probablemente, no. Sin un esfuerzo coordinado que articule innovación, tecnología, financiamiento a largo plazo, infraestructura y un marco institucional sólido, los programas corren el riesgo de convertirse en medidas paliativas. Es un riesgo bien conocido en economía: cuando el crédito se dirige a empresas con baja capacidad de absorción tecnológica, puede terminar financiando prácticas obsoletas en lugar de impulsar modernización. Lo han explicado Stiglitz y Weiss al analizar el riesgo moral en mercados de crédito.
El otro problema estructural es el tamaño de las unidades productivas. Nueve de cada diez empresas del sector son micro o pequeñas. En los países donde las pequeñas empresas son exitosas, existen fuertes instituciones industriales, centros tecnológicos, canales de transferencia de conocimiento y redes regionales de apoyo. México carece de gran parte de esa infraestructura blanda. Y sin ella, la política industrial corre el riesgo de ser más un programa de fomento que una estrategia de competitividad.
La comparación con China y Estados Unidos también omite una diferencia clave: la capacidad del Estado para generar certidumbre. Una política industrial agresiva requiere continuidad y claridad de reglas. Requiere que las empresas confíen en que los incentivos anunciados hoy seguirán vigentes mañana. Y la historia mexicana está llena de programas que nacen con entusiasmo y mueren por falta de presupuesto, de institucionalidad o de visión de largo plazo. Una política industrial no se mide por su anuncio, sino por su permanencia. Y en México, la permanencia siempre ha sido el talón de Aquiles.
Existe además un elemento que rara vez se discute pero que, en la práctica, determina la posibilidad de éxito: el valor agregado. El sector textil y del calzado mexicano ha competido históricamente por costos. Esa estrategia tuvo sentido hace treinta años; hoy es insostenible. La teoría de la variedad endógena expuesta por Krugman demuestra que las economías avanzan cuando compiten por calidad y diferenciación, no cuando buscan abaratar costos laborales. México, sin embargo, sigue atrapado en la parte baja de la cadena de valor: maquila, manufactura simple, marcas ajenas, escasa sofisticación y débiles inversiones en diseño industrial. La pregunta entonces es lógica: ¿cómo pretende México ser agresivo si no ha resuelto su limitada capacidad para producir bienes diferenciados?
A este panorama se suma un elemento que sorprendentemente el discurso oficial casi no mencionó, pese a que en el mundo es cada vez más central: la sostenibilidad ambiental. El sector textil y del calzado es uno de los más contaminantes del planeta. La Organización de las Naciones Unidas estima que la industria textil es responsable del diez por ciento de las emisiones globales de dióxido de carbono, más que todos los vuelos internacionales y el transporte marítimo juntos. Cada año se generan entre noventa y cien millones de toneladas de residuos textiles, muchos de los cuales terminan en vertederos o en cuerpos de agua. La producción de una sola camiseta puede requerir más de dos mil litros de agua. El teñido de telas utiliza más de ocho mil químicos industriales, muchos con propiedades carcinógenas o altamente tóxicas. Si el objetivo es ser agresivos, lo único que hoy lo es verdaderamente es el impacto ecológico.
La sátira, aunque amarga, es inevitable: en el anuncio mexicano, la agresividad no está en los instrumentos, ni en los presupuestos, ni en la tecnología, ni en las transformaciones estructurales. La verdadera agresividad está ocurriendo en silencio, sin discursos ni conferencias: está en el desgaste del agua, en los ríos contaminados, en los residuos que se acumulan, en la degradación ecológica que avanza más rápido que cualquier programa de digitalización. Si algo es hoy agresivo en el sector textil y del calzado, no es la política industrial, sino su impacto ambiental.
En mi opinión, la intención de apoyar a estos sectores es correcta y necesaria. El país no puede seguir ignorando a industrias que generan empleo y que forman parte del tejido económico regional. Pero una política industrial no se vuelve agresiva por decreto. Se vuelve agresiva cuando modifica estructuras, cuando impulsa innovaciones, cuando transforma capacidades, cuando crea un ecosistema competitivo y cuando incorpora una visión ambiental que no repita los errores del pasado.





