Los expertos y actores políticos han dedicado tanto tiempo este sexenio a tratar de entender el estilo del presidente, que hasta hace poco se ha volcado su atención a uno de los temas fundamentales para entender las nuevas reglas del sistema político mexicano (aún en formación): la oposición.
En México hay una larga tradición de legitimación opositora a través exclusivamente del bloqueo. Éste puede ser de distintas formas y durante los últimos estertores del priismo hegemónico, sobre todo a partir de 1988, optaba por la reivindicación callejera, la toma de espacios públicos y la estridencia vial.
Hay quien dice que esta forma de activismo fuera de las instituciones y mediante presiones fácticas es parte de la idiosincracia del mexicano, que como o confía más que en la familia y la fuerza, trata todos los problemas haciendo uso de esas dos herramientas, exclusivamente.
Creo que es una exageración, pero sin duda esos instrumentos forman parte del repertorio de los grupos de presión en México, y fue hasta el desplazamiento de lo que Rogelio Hernández llama élites de la transición (las que tuvieron el país de 2000 a 2018), que la dinámica cambió y ahora la oposición utiliza las sofisticaciones legales y el sistema judicial como principal mecanismo de protesta y negociación con el gobierno.
Eso también es normal, por la extracción y cosmovisión de quien hoy está en la trinchera opositora, no me interesa hacer juicios morales, simplemente en nuestra forma de ser está también nuestra forma de confrontar, y esa la determina nuestra propia formación y nuestra experiencia.
Que las élites tecnocráticas quieran empezar a hacer política callejera se ve raro, y no sé si les estén saliendo los costos, porque en eso son verdaderos principiantes. Pero bueno, a lo que iba es que en países desarrollados, la oposición que se legitima obstruyendo, utiliza sus espacios en el Poder Legislativo. Y esto puede ser con base aritmética, cuando tienen los números para bloquear reformas constitucionales por ejemplo, pero también haciendo uso de recursos parlamentarios de fondo y forma, que pueden hacer de un diputado o un senador suficientemente ruidosos una verdadera piedra en el zapato para los partidos mayoritarios.
En México, los partidos y los políticos apenas están aprendiendo esta segunda manera de obstruir. En parte por esto, llama la atención la cobertura mediática sobre el estudio de balance legislativo realizado por la organización Directorio Legislativo, que hoy tiene relevancia mediática.
Resulta que el Congreso ha aprobado el 80% de las iniciativas legislativas de 2018 a 2022, incluyendo reformas constitucionales, y eso no cuadra con lo que la opinión pública observa diariamente, una aparente confrontación total.
Aunque no lo dicen, pareciera que deberíamos de juzgar la congruencia de la oposición en México con base en qué tan fiel se ha mantenido a la polarización irreconciliable y por qué tantas iniciativas del partido mayoritario ha bloqueado.
Esto pareciera implicar dos cosas, y creo que ambas son falsas: número uno, que en México no existe una agenda legislativa común que vaya más allá del tema partisano o de la violencia retórica. Esto es, que cualquier acuerdo que se obtenga entre partidos políticos con representación en el congreso, provendría de negociaciones espurias o traiciones.
Número dos: que la base dura de cada partido tiene razón cuando dice que los problemas en México sólo tienen dos vías y son claramente identificables, innegociables, y totalmente puras (como el agua y el aceite son, a su manera, puros): SU manera o la de los malos, los anti mexicanos, los anti patriotas, los OTROS que no deberían existir, que son básicamente todos los que no votan por quien ellos no quieren, o que se atreven a referirse a las acciones de la otra parte con una actitud diferente a la devoción religiosa.
Creo que muchos analistas y teóricos de la democracia que estudiaron la transición mexicana fueron demasiado optimistas cuando se refirieron a la politización de nuestra sociedad como un tema también meramente aritmético que más gente votar para acabar pronto.
La politización implica la participación electoral pero no se reduce a esta. De hecho, implica también una comprensión así sea mínima de lo que es el espacio público, los asuntos públicos, y sobre todo, las alternativas políticas y los mecanismos posibles para hacer frente a esos problemas.
Como puede intuirse, los verdaderos problemas de la agenda pública ni son problemas morales ni se resuelven adoptando una posición bravucona, radical y simplista.
En México, hay efectivamente mayor participación, pero en politización, dejamos mucho que desear, e incluso creo que este paréntesis sexenal nos permite evidenciar un retroceso. Uso con cuidado la palabra evidenciar porque no creo que lo haya provocado.
Francamente una sociedad que no esté presta a incurrir en esta forma de beligerancia visceral hace oídos sordos a las diatribas de cualquier agitador.