El presidente AMLO no es ni remotamente un experto en derecho constitucional. ¡Qué va! Yo me aventuraría a decir que ni siquiera he leído la Constitución. Y si lo ha hecho, ha utilizado sus conocimientos para manipular a la opinión pública, tergiversar el contenido de la ley y para azuzar a sus bases electorales.
En un nuevo despropósito, el jefe del Estado aseveró que enviaría el año que viene una propuesta de reforma constitucional para que los magistrados de la Suprema Corte fuesen electos por sufragio universal, pues, en sus palabras, deben gozar de una plena legitimidad democrática.
Se equivoca. En primer lugar, de acuerdo al diseño del Estado mexicano, heredado de la república estadounidense, de los principios plasmados por el barón de Montesquieu y de los enunciados de los federalistas, la función de la Corte es ser garante de la letra constitucional contra los abusos cometidos por el Ejecutivo y el Legislativo.
En la sana convivencia de los tres poderes del Estado, el Judicial no debe ser expuesto a los vaivenes de la política, y ni siquiera, a los acontecimientos públicos. En contraste, el máximo tribunal jurisdiccional del Estado debe permanecer como la última línea de defensa ante los atropellos cometidos por un presidente autoritario o por las mayorías en el Congreso.
En este contexto, recomiendo ampliamente la lectura del libro del juez estadounidense Stephen Freyer intitulado “Cómo hacer construir nuestra democracia”. En su obra, el magistrado expone espléndidamente el caso estadounidense y cómo se ha construido, desde su independencia, una cultura de la legalidad que ha hecho posible que la Corte, a pesar de no “ser electos”, gozan de una legitimidad incontrovertible. Ello se ha traducido en el respeto a sus decisiones.
El autor recuerda el año 2000. En aquel momento, tras las controvertidas elecciones presidenciales, la Suprema Corte decidió que los votos electorales del estado de Florida fuesen reconocidos a George W. Bush, lo que suponía, en los hechos, su victoria frente al vicepresidente Al Gore, a pesar de que éste había ganado el voto popular.
Los estadounidenses, en vez de tomar las calles y buscar destruir el orden constitucional, aceptaron (los demócratas, a regañadientes, quizá) la resolución de la Corte, y el vicepresidente reconoció su derrota. ¡Una lección de respeto a la ley y de la cultura de la legalidad! ¿Se imagina el lector la reacción de AMLO y los radicales si fuese la Suprema Corte quien decidiera el resultad de una elección?
AMLO, en su sempiterna voluntad de presentar la era liberal decimonónica como la panacea histórica, mintió al aseverar (mentira reproducida por los fieles gobernadores de Morena) que los jueces de la Corte eran electos mediante sufragio electoral a la luz de la Constitución de 1857. ¡Falso!
En suma, la propuesta de AMLO es un disparate; un disparate surgido de su voluntad de reducir a la Suprema Corte, de erigirse como el mesías histórico y de legar a su sucesor un Estado autoritario que “consolide” su malograda 4T.