La era de la tecnología, junto con la cultura de la adicción por el “like” y la intimidad que puede crearse a través de las redes sociales, nos obliga a reflexionar sobre los nuevos conceptos de fidelidad digital y los límites de lo que consideramos válido en una relación.

Estar enamoradas en un momento de sobreexposición digital ya brinda elementos para toda una cátedra de imagen pública que nos urge tomar. ¿En qué momento es correcto hacer pública una relación en redes sociales? ¿Qué pasa si conocimos el amor fuera de las redes sociales y meses después, descubrimos un perfil de Facebook o Instagram lleno de modelos OnlyFans semidesnudas y exuberantes? ¿Hasta qué tipo de reacciones pueden ser consideradas amistosas o excesivas?

Últimamente, he reflexionado sobre esto por un debate interno en el que percibo al feminismo como una corriente política cada vez más inquisitiva, que juzga a diestra y siniestra, un espacio que se acerca al conservadurismo, donde hasta las autonomías parecen incomodar. No me atreví a plantearlo en esos foros pues la respuesta parece obvia: es machismo hipersexualizar morras y debería terminar. Al mismo tiempo, la excesiva consecuencia de “lo personal es político” parece alejarnos entre nosotras: Si eres una mujer con autonomía económica, las mujeres dependientes parecen sentirse ofendidas y juzgan aquel progreso como privilegio, aunque haya implicado estudio y esfuerzo. Si eres una mujer con autonomía sexual, otras mujeres pueden juzgar que esa autonomía te implique tener múltiples citas y parejas sexuales, o incluso haber corrido el riesgo de salir con chicos comprometidos, aún cuando ellos lo hayan ocultado.

He decidido inaugurar en esta columna los domingos existenciales para hablar de aquello que pasa en nuestras nuevas dinámicas de relacionarnos, que tendríamos que estarnos cuestionando. Y en este domingo, me carcomen los dedos y los labios por hablar de lo que consideramos “fidelidad digital”.

Este año, cumplo 5 años de noviazgo con un hombre maravilloso. Es atento, respetuoso y buen compañero. Decidimos no utilizar redes sociales para mantenernos alejados de la simulación de aquellos enamorados que constantemente necesitan presumir su cariño, no queríamos presiones. También queríamos alejarnos de los pleitos por “likes” innecesarios en fotografías ajenas o reacciones inapropiadas en fotografías propias. Además, al habernos conocido y encariñado en la pandemia, los dispositivos sobraban. Horas de plática y kilómetros de viaje fueron suficientes para saber que queríamos estar juntos, además de que no teníamos claro si lo nuestro iba a ser muy serio o más bien, algo cercano a una amistad temporal.

Para mí, tras el paso del tiempo y después de transitar las incómodas rupturas en las que hay que borrar recuerdos por la reputación digital, me ha representado mayor seriedad olvidarme de las fotos en pareja.

No soy la única. Se trata de una curiosidad que bien puede ser dato para mercadólogos que estudian el consumo de centennials: los más jóvenes no publican absolutamente nada en redes sociales. Sus “Feeds” están limpios, no quieren que los otros usuarios construyan prejuicios o los encasillen por sus experiencias. Suben historias. Fluyen.

El punto es que, como aniversario, se me han llenado las entrañas de ganas de tener un festejo “instagrameable”. Algo que bien pueda disfrutarse, sea memorable y hermoso para compartir. Busqué experiencias: spa de cerveza, clases para hacer pasta artesanal con vino, cena en cabañas con rituales a la luz de la luna y vistas excepcionales, retiros de yoga con experiencias espirituales. Entré en su perfil de Instagram para enviarle propuestas. ¿Error? Un detalle sacudió la sorpresa y me convertí en la sorprendida: su lista de contactos está completamente llena de mujeres en poca ropa y contenidos sugerentes.

¿Debería interpretarlo como una -o varias- infidelidades? ¿Es menos confiable compartir la vida con un hombre que, literalmente, consume mujeres? ¿O acaso, es parte de la libertad el poder ver y apreciar la belleza sin que eso implique un comportamiento que se deba castigar o fiscalizar?

Me sentí conservadora y censora. Después de años de defender la libertad de las mujeres para fotografiar sus cuerpos, incluso hipersexualizándose a sí mismas, sentí que estar con un hombre acostumbrado a la expectativa de aquellos estándares voluptuosos e inalcanzables de forma natural me hacía sentir un poco insegura. No por compararme, sino porque no me quedaba claro si se trataba de amor, atracción real o simplemente, una “mujer del proceso”.

¿Acaso yo tendría derecho a reclamarle algo siendo que nunca hicimos previamente acuerdos al respecto? ¿La seguridad sobre mi propia persona podía distinguirse del juicio moral que estaba realizando en su contra por tener un “feed” lleno de mujeres en poca ropa? ¿Acaso mi feminismo se había vuelto juicioso en contra de las mujeres que disfrutan de aquella manera su sexualidad? ¿O acaso habría permeado en mí aquel discurso que guardan las feministas más radicales y conservadoras en contra de aquellas mujeres dedicadas a fotografiarse erótica mente, como en las plataformas de OnlyFans? Ese discurso que las culpa de ser parte del problema en la sexualización y objetivización de las mujeres. La línea que rebasa el discurso de la liberación sexual de las mujeres y la libertad poliamorosa contra la postura que guardan las abolicionistas en las que se acusa un mercado que nos encierra en la categoría de objetos sexuales que pueden comprarse, en carne o en imagen.

No tengo una respuesta final. Creo en que su existencia es tan única como la mía, que, en todo caso, una forma de amar a través del tiempo implica entender que los seres humanos podemos desear a otras personas sin dejar de amar a nuestras parejas. Se me llenaron los ojos de muchos recuerdos: aquel instructor de un domingo azaroso de yoga que me pareció atractivo, ese seguidor que siempre me envía mensajes y sostiene adulaciones que mejoran mi día, aquellos hombres que en otros momentos de la vida fueron mis citas… ¿Deberíamos dejarlo todo en nombre del amor?

Decidí que no podía exigirle nada. Entendí que, en todo caso, manejar mis emociones al respecto es tarea introspectiva mía. Decidí no juzgar, no ser inquisitiva ni ser una feminista conservadora, aunque mantenga casi a diario la sensación de que en “Feministlán” ya lo estarían juzgando y cancelando. Decidí que una manera saludable de amar es desear a nuestras parejas que disfruten experiencias. No es fácil. Aun cuando nos encontramos y siento sus manos en mi cintura de mujer de 30, me pregunto si no preferiría esos muslos “fitness” de las modelos que sigue en su cuenta de Instagram.

Me debatí entre la inseguridad y la comprensión. ¿Necesitamos feminismo en la habitación o el exceso puritano nos respira en la nuca amenazándonos con coartar nuestra propia experiencia de vida? No tengo respuestas definitivas. Cada relación es única, y amar implica aceptar que, así como deseamos a otras personas, nuestras parejas desean a otras también. Decidí no juzgar ni exigir, sabiendo que el manejo de mis emociones es mi responsabilidad. Aun así, no hay consenso.

Entonces ¿estar con un hombre que observa y da “likes” a mujeres me hace menos feminista? Será un misterio sobre el que, difícilmente, habrá consenso. Lo que es un hecho es que, por menos, hay relaciones que se tambalean o que jamás vuelven a ser las mismas. Y es válido. Las emociones y cualquier reacción que nos haga sentir el otro, son un espejo y una fibra que recuerda nuestros más profundos miedos o aversiones. Ninguna mujer tendría que mantenerse en una relación así en caso de que le represente una diferencia irreconciliable. Entonces, el trabajo es hacia adentro.

¿Qué opinan ustedes, mis queridos seguidores? La fidelidad digital es un dilema contemporáneo que merece ser explorado más a fondo. ¿Hasta dónde llegan los límites digitales en el amor y cuánta importancia deberíamos darles?

En todo caso, iniciar una relación casi tendría que volverse tan contractual como los “términos y condiciones” que nos presentan las redes sociales, esas que casi nunca y nadie lee mientras le damos “aceptar” solo por la idea ansiosa de disfrutar la experiencia que nos promete. ¿Hasta dónde hay fidelidades o infidelidades digitales? Les leo.