Una mujer se vuelve viral por insultar a un policía en la Condesa. Detrás del escándalo y el apodo “Lady Racista” hay algo más: una violencia psicoemocional que no distingue género, que no siempre deja huella física y que rara vez enfrenta consecuencias reales. Este texto no busca justificarla, más sí entender qué la alimenta, qué la permite y por qué no basta con la indignación digital.

La escena es conocida: una mujer rubia grita desde su coche a un policía de tránsito en la colonia Condesa. No sólo lo insulta: lo minimiza, lo racializa, lo agrede. Días después, aparece otro video. Ahora increpa a una guardia de seguridad del condominio donde vive. El patrón se repite: altivez, desprecio, violencia verbal. La protagonista es Ximena Pichel, quien pasó de influencer a villana viral en cuestión de horas. La etiqueta “Lady Racista” parecería encerrar toda la historia. Pero no. Es apenas la puerta a algo más profundo.

La presidenta Claudia Sheinbaum condenó el racismo. No está de más: fue racismo. La indignación colectiva “en contra de la extranjera” pareciera quedarse ahí, conforme y satisfecha con que ya haya sido denunciada. Lo que vimos no sólo fue odio racial o clasista. Fue también una descarga desproporcionada, un intento de aniquilar al otro con palabras. Una sed de sangre emocional que no busca argumentar ni evitar el inmovilizador: busca arrasar. Eso merece más que un trending topic. Merece atención institucional y el reconocimiento de que la violencia también viene de mujeres. La violencia viene de extraños y propios, de connacionales y extranjeros. Tomemos eso en cuenta cuando se diseñen leyes, y no con dedicatoria ideológica y menos demagógica.

No hace falta una cédula de psicología para notar que algo no cuadra en esa reacción ante una simple multa o un reclamo por cuotas —que, por cierto, hablan de una persona que no respeta reglas ni en su casa ni en la ciudad-. La psicología clínica ha documentado casos de rabia narcisista: personas que, al sentirse amenazadas, estallan para restaurar una falsa sensación de control. No todos se vuelven virales, pero están ahí: en oficinas, calles, grupos de WhatsApp. A veces, en casa.

El expareja de Pichel, el actor Aarón Beas, subió un video pidiendo perdón “en nombre de su hijo”, y justificando su comportamiento. Ese hijo no vive con él y, según dijo, llevan más de un año sin relación cercana. ¿Por qué pedir perdón? ¿Estrategia? ¿Culpa? ¿O porque quizá así también fue tratado por la madre y no la denunció? La pregunta no es si Pichel está “loca” ni si el padre es “víctima”, sino qué tan común es que esta violencia psicoemocional pase inadvertida dentro de nuestros entornos hasta que alguien le pone play a la cámara.

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En entrevista con un medio nacional, Pichel redirigió el foco mediático hacia sí misma. Dijo atravesar un “duelo muy duro” por la muerte de su madre hace más de un año. Aunque ese dolor merece respeto, también es una maniobra típica en perfiles narcisistas: presentarse como víctima después de haber agredido públicamente a figuras de autoridad. No se trata de invalidar el duelo, sino de reconocer el patrón: mentir y manipular el relato para obtener empatía tras ejercer violencia reiterada. Eso también lo hicieron algunos de los asesinos seriales de Estados Unidos, como John Wayne Gacy. Tan psicópata el asesino serial, como la persona narcisista.

El problema no es solo de salud mental, sino también jurídico. En la CDMX, la discriminación ya es delito, tipificado en el artículo 206 del Código Penal. Pero la violencia psico-emocional sostenida fuera del círculo familiar sigue sin reconocimiento formal. No hay figura legal que proteja al guardia, al policía o al vecino que sufre agresiones verbales de alguien con poder o simplemente dispuesto a llevar todo al límite. ¿Qué hace una fiscalía cuando no hay moretones pero sí daño emocional? Casi nada.

Y no porque no se pueda. El derecho puede hacerlo. Una de sus funciones es ordenar la vida social y evitar confrontaciones. Pero necesita operadores con liderazgo, convicción y humanidad. Tipificar más delitos no sirve si los policías no están capacitados, los jueces carecen de sensibilidad o las fiscalías no aplican protocolos. No es la ley: es su ejecución la que falla.

Y hay un punto más incómodo para muchas: la violencia no tiene género. Estamos viendo a una mujer ejercer abuso, intimidación y desprecio hacia hombres en funciones de autoridad. Lo hace con saña y superioridad. No es un caso aislado. La violencia psicoemocional no distingue sexo, y si queremos tomarnos en serio este fenómeno, hay que dejar de imaginar que siempre viene en cuerpo masculino o con voz grave.

La salud mental no es un asunto privado ni menor. Es público. No podemos seguir fingiendo que quienes gritan, humillan o manipulan están simplemente “un mal día”. Algunas necesitan ayuda clínica. Otras, límites legales. Todas, atención. No sólo cuando se hacen virales.

Quedarnos en el racismo —aunque lo haya— es lo fácil. Lo difícil es mirar debajo de la superficie, donde se esconden pulsiones normalizadas. El abuso psicópata no siempre deja huella física, pero sí cicatrices invisibles. Y lo más alarmante: el Estado no siempre lo detecta, ni lo castiga, ni lo previene.

Lo verdaderamente grave no está en los gritos que escuchamos, sino en todo lo que permitimos cuando el video termina. Ahí, en lo no dicho ni regulado, se esconden los detalles más macabros de la sociedad. Si no lo vemos, si no lo enfrentamos, no será la última vez que alguien estalle en furia frente a una cámara. Sólo será la siguiente cara viral del mismo problema sin resolver.

X: @AlfredoMedelln