La vieja cuestión de la soberanía nacional ha resurgido con fuerza en las mañaneras del presidente AMLO. Adherirse a un concepto estrecho de soberanía en el siglo XXI es, en el mejor de los casos, un anacronismo imprudente y, en el peor, una apuesta peligrosa.

La idea de la soberanía de un Estado-nación tiene sus raíces en el Tratado de Westfalia del siglo XVII, que adoptó la no injerencia de agentes externos en los asuntos internos de los Estados como principio rector de las relaciones internacionales.

Pero, llevada a su extremo ilógico, la soberanía nacional requeriría el completo aislamiento físico y social de un país. De hecho, un énfasis excesivo en la soberanía nacional conduce a serios problemas. Parecería que el gobierno de la 4T no quisiera entender que un acuerdo internacional, ya sea político o económico, influye en la modernización del concepto de soberanía.

Participar en la región de América del Norte implica tener en cuenta a los dos socios y, cuando sea necesario, renunciar a ciertas prerrogativas. Cuando México decidió unirse al T-MEC aceptó las normas de este tratado. México negoció un T-MEC, que busca la integración de América del Norte, a cambio de influencia global y prosperidad interna.

Cooperamos porque nos conviene hacerlo, pero al mismo tiempo eso supone perder el control total o exclusivo sobre ciertos asuntos internos. Tenemos que aprender a pasar de la toma de decisiones unilateral a la deliberación cooperativa.

Esto no es una violación de la soberanía. Todo depende de cómo la definamos. El debate sobre el significado de la soberanía nacional consiste en lo que consideramos como asuntos “internos”. El problema es que el gobierno de la 4T no conoce la “dimensión global” de la soberanía, y prioriza exclusivamente una “dimensión nacional”.

En el siglo XXI, cada vez es más difícil determinar la diferencia entre asuntos puramente domésticos y aquéllos que requieren una acción colectiva internacional. La globalización ha hecho más porosas las fronteras. Las políticas públicas de un país pueden tener un impacto directo en otros. La interdependencia es más clara en los temas del comercio internacional y la inversión extranjera.

A escala regional, en América del Norte, necesitamos instituciones orientadas al diálogo responsable, con el objetivo de desechar los estereotipos y las ideas preconcebidas, mitigar los abusos de poder y defender los bienes públicos regionales. Sin tales estructuras, México corre el riesgo de avanzar en una marcha desordenada hacia el abismo económico.

Los ciudadanos debemos sentir que los líderes que nos gobiernan dan cuenta de nuestros intereses y los hacen parte del proceso de toma de decisiones, lo que implica que América del Norte es una región basada en reglas y no en la política del poder.

La dinámica de la interdependencia no se puede revertir, aunque el presidente AMLO tenga el deseo de que la historia le devuelva el tiempo al que a él le gustaría vivir y gobernar. El mundo avanzó y México no puede quedarse atrás.

En América del Norte enfrentamos una gran tarea: lograr que la integración económica, el estado-nación y la democracia puedan convivir. Si el presidente AMLO cree que se puede anclar la integración económica de América del Norte a su idea peculiar de soberanía, va a terminar relegando la democracia a un segundo plano.

Al presidente AMLO no le gustan los conceptos de liberalización, desregulación y privatización. Parecería que tampoco le gusta el proteccionismo. Pero lo preocupante es que ante los retos de la integración regional, siempre revira con un repliegue nacionalista. Si insiste en nadar contracorriente, lo que conseguirá diluir a mayor velocidad será la influencia de México sobre la globalización y la posibilidad de generar prosperidad económica en casa.

Un aumento retórico de soberanía puede implicar, paradójicamente, una pérdida de soberanía efectiva, que es la que de verdad importa. Una soberanía efectiva e inclusiva, de alcance norteamericano, apoyada sobre la unidad y la democracia.

¿Qué queremos en América del Norte? ¿Cooperación, competencia, o confrontación? Cuando AMLO habla de la soberanía en términos aislacionistas suele recurrir a un nacionalismo exacerbado, poco dado a fomentar esos espacios comunes que permiten que la sociedad de América del Norte goce de buena salud.

Que México abogue por recluirse dentro de sus fronteras resulta anacrónico y contraproducente. El espíritu de cooperación, junto con una competencia constructiva, debe vertebrar la relación de los socios de América del Norte.

El diálogo responsable debe ser el instrumento eficaz para gestionar recursos compartidos, y resolver en conjunto problemas regionales como las disputas comerciales, los límites a la inversión, la migración, las drogas, las armas y el cambio climático.

Las consultas que iniciaron los gobiernos de Estados Unidos y Canadá sobre la implementación del T-MEC en materia energética nos permitirán establecer una esfera pública común y democrática. Esperemos que los interlocutores mexicanos estén a la altura de la deliberación constructiva.

Hace poco leí el libro de Don Herog, profesor de la Universidad de Michigan, titulado “Sovereignty, RIP”.

Herzog cuestiona la “teoría clásica de la soberanía” que es la opinión de que “toda comunidad política debe tener un lugar de autoridad que sea ilimitado, indiviso e irresponsable ante cualquier autoridad superior”.

Herzog argumenta que la teoría clásica surgió en el siglo XVI como “una respuesta inteligible e inteligente a la lucha salvaje de las guerras de religión”. La “idea de soberanía era un arma de construcción del estado, y un mundo empapado en sangre, inundado de crueldad, bien podría anhelar una autoridad central todopoderosa para restañar las heridas de la rebelión y hacer frente a la intriga y la guerra internacionales”.

Lo interesante de la conclusión del libro es que, cualesquiera que fueran sus usos o motivaciones originales, la idea nunca coincidió con la realidad. El libro de Herzog muestra cómo, contrariamente a la teoría clásica, la autoridad soberana después del siglo XVI, y cada vez más con el tiempo, se volvió limitada, dividida y responsable, todo en desafío a la teoría clásica. Ningún estado europeo alcanzó jamás la soberanía plena como se describe en las teoría clásica.

Herzog critica que algunos líderes continúan invocando el concepto clásico de soberanía en el discurso político, como si realmente lo creyeran. La idea es confusa. La soberanía es “perniciosa”. El concepto de soberanía es un mala idea que lleva a malas consecuencias y debe ser eliminada del discurso político.

Herzog sugiere reemplazar “soberanía” con tres conceptos relacionados: estado, jurisdicción y autoridad. “Ninguno de ellos nos hará tropezar con los compromisos extrañamente maximalistas de la soberanía”.

La pregunta que nos hacemos, al escuchar al presidente AMLO en sus mañaneras es ¿por qué alguien querría abrazar la idea de una autoridad estatal ilimitada, indivisa o irresponsable? ¿Cuántas veces debemos aprender que los gobiernos no siempre aseguran el orden social, que a veces lo socavan y lo destruyen?

El concepto de soberanía invocado por el presidente AMLO está mal definido y se ha convertido en una máscara retórica de otros intereses. Parecería que la entiende como si México fuera un lugar sometido a una autoridad ilimitada, indivisible e inexplicable. La usa como un escudo contra el derecho y las instituciones internacionales.

El poder se limita, se divide y se responsabiliza a nivel nacional, regional, internacional. Hay un replanteamiento del concepto de soberanía. El concepto original no tiene sentido en el mundo de hoy. La soberanía retórica es un concepto histórico, un término político contundente, un reclamo de identidad, un efecto oscurecedor de la realidad, un escudo contra el derecho internacional.

@javier_trevino