Irreverente

Les platico este cuento que abre mi primer libro “IRREVERENTE”, que fue presentado por mis queridos amigos Gustavo y Ricardo.

Era el 13 de marzo de 2020, cuando la pandemia nos pisaba los talones.

Lo publiqué por primera vez el 22 de diciembre de 2017 en el periódico “El Horizonte”, donde escribí durante cuatro años, merced a la generosa invitación de mi también querido amigo Luis Padua.

No sé por qué no lo volví a publicar en ninguno de los medios donde sigo escribiendo. A lo mejor fue porque no quise recordar algunos pasajes de mi infancia, que a pesar del tiempo, me siguen doliendo cada vez que se aparece la Navidad.

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La irreverente de mi amada Gaby hace esfuerzos por que supere eso y tiene razón, los viajes que uno hace al pasado deben ser para reconciliarse con lo “pasado”. Con ella, mi presente es placentero diamadre, pero me atoro cada vez que llegan las navidades.

La muerte de mi madre -la del cuento que hoy les comparto- le puso una esferita muy triste a mi pinito del 2020.

Hace cinco años sucedió lo mismo con la muerte de mi papá.

Y al morir hace justo un mes mi hermano menor Willy, hace que la Navidad de este año vuelva a parecerse a la del pinito vacío.

Mi amigo “El Percherón” me dice que ya, que le dé vuelta a la página... y lo intento. Pero no me creo eso de que Willy ya está en paz, al lado de mis papás, porque en sus últimos momentos llegó a decirme que a pesar de tanto méndigo tubo que lo mantenía artificialmente respirando, quería seguir vivo. ¿Quién no diría eso a sus apenas 47 años?

Con este prólogo inevitable, aquí les dejo mi cuento, tal cual lo escribí hace cuatro años y les deseo lo mejor para esta Navidad y siempre. Con todo mi corazón.

La Navidad del pinito vacío

En el cuarto, donde dormía con seis hermanos y los papás, no había puerta. Una cortina de tela separaba la cocina de la improvisada recámara, en una de esas casas viejas que a duras penas sobreviven en el centro de Monterrey.

La mamá de los siete era nuera de una mujer que, para subsistir económicamente, había convertido los seis cuartos, patio, traspatio y dos baños, en una casa de asistencias.

No había puerta, porque cada vez que se escuchaba un ruido en la cocina o de noche se encendía la luz, Gloria dejaba de hacer lo que estuviera haciendo para atender a los huéspedes o a sus cuñados, los otros dos hijos de la abuela.

Si estaba dormida, no importaba, ella brincaba de la cama y presurosa se ocupaba de los quehaceres de la cocina. Volvía a su “recámara” después de dejar todo en orden y si el ruido o la luz volvían a aparecer, ahí estaba de nuevo.

En el traspatio había un naranjo agrio, de esos que son muy buenos para hacer conservas con las cáscaras y con sus hojas un delicioso té para dormir.

Los niños casi no salían porque el papá trabajaba todos los días y como la mamá también, a veces se pasaban meses sin que del traspatio y el naranjo salieran, más que a la escuela, los más grandes, claro.

Al patio le decían “el de cemento”, porque el traspatio era de tierra. En el primero también jugaban y el mayor recuerda que en todos los años que vivió ahí, nomás en uno le hicieron piñata el día de su cumpleaños, y fue justo en el patio de cemento.

Aquél 4 de julio que cumplía 9, no cabía de la emoción. Su mamá y la abuela le habían anunciado la fiesta en enero y desde entonces contaba los días.

Cuando llegó la fecha, el festejado se paró en la puerta de la casa y solamente dejaba entrar a los niños que le llevaban regalo.

Cuando abrió el de su mamá, le dijo que no era de ella, sino que se lo había enviado Santa Claus anticipadamente. Cinco meses después, cuando debajo del arbolito no había ninguno para él –ni para sus hermanos– entendió el porqué del regalo anticipado.

Por el trajín de la casa y los desvelos de la cocina, Gloria no dormía bien, y recordando lo que las vecinas decían cuando pedían permiso para cortarle hojas al naranjo agrio, al mayor se le ocurrió una idea aquél 24 de diciembre del pinito de Navidad vacío.

En la mera noche de Navidad, con el papá trabajando y la mamá acurrucada en su cama mientras dormitaba al lado de sus otros pequeños, Pachín se escurrió de puntitas a la cocina y en una olla llena de agua metió un montón de hojas del naranjo, que había cortado por la tarde.

Endulzó el brebaje con miel de abeja y después de cuidar que hirviera lo suficiente, sirvió el humeante té en la mejor taza que encontró.

Tratando de no hacer ruido, descorrió la cortina de tela y casi a la hora en que el 24 se convertía en 25 de diciembre, tocó suavemente la frente de su mamá y muy quedito la despertó diciéndole con la tipluda voz de sus 9 años: “Ten mamita, tómate este té para que duermas bien”. Y fundiéndose con ella en uno de los abrazos más cálidos que ha recibido en su vida, la escuchó decirle sonriendo: “Feliz Navidad, mijito”…

CAJÓN DE SASTRE

“Feliz Navidad”, les desea también la irreverente de mi Gaby.