Cuando yo estudié la primaria, enseñaban un período de la historia medieval al que llamaban de “las invasiones bárbaras”. Años después supe que así le llamaron los franceses e italianos, porque los alemanes, que fueron los que migraron, le llamaban “la gran migración de los pueblos”. Eso dice mucho.

La migración continental a gran escala está ligada a varios problemas, uno de ellos, el tráfico de personas (donde los migrantes suelen ser las víctimas del delito por ser la “mercancía” de los criminales) y otro el narcotráfico (donde a los migrantes se les recluta, voluntaria o involuntariamente, para realizar los actos más expuestos y riesgosos del giro). La complejidad del fenómeno, además, implica que tiene un encuadre diferente para cada uno de los países involucrados. Los países son todos responsables en mayor o menor medida porque, precisamente, son seres humanos los que constituyen la materia prima de la movilización, y no por razones morales, sino jurídicas, puesto que cada vez es más difícil para los países justificar que los migrantes ilegales no tienen derechos humanos, como si la calidad de ser humano dependiera de un permiso administrativo, que es el rango que tienen las autorizaciones migratorias. No hay manera.

Los países expulsores de migrantes son los que “no dan las oportunidades” vitales, o la seguridad, o lo que se quiera, y hacen que las personas prefieran aventurarse en una odisea sin ninguna protección ni garantías de nada, que literalmente les puede costar la vida, antes que quedarse en sus países. Ahora bien, no es que los países pobres o inseguros lo sean a propósito, aunque el discurso antagónico lo presuma. Sea o no incompetente una clase política determinada, ningún país hace de su proyecto de gobierno un plan deliberado para expulsar a sus propios habitantes. No tiene sentido. Y tampoco los pueden obligar a quedarse, so pena de ser considerados una dictadura anacrónica, como Cuba o la URSS. Los países de trasiego son los que se mueven en una zona más gris tanto de responsabilidad como de impacto. Sabemos que los migrantes de la región quieren llegar a Estados Unidos. Nadie tiene como destino final México, Costa Rica ni algún otro país, porque se cree que por muy mal que les vaya en EU, les irá mucho mejor que en cualquier otro.

Los nacionales de cualquier país son empáticos con los migrantes hasta que creen que les pueden quitar algo suyo, desde empleos hasta apoyos gubernamentales. Los nacionales no quieren ser considerados a la par, sino por encima de los extranjeros en su propio país, en el goce y ejercicio de cualquier derecho. Los pocos espíritus samaritanos que se van de misiones para ayudar migrantes no son estadísticamente significativos, y están buenos para hacer una biografía de santos, no un análisis de contexto.

Las autoridades políticas de un país democrático se deben al voto de sus nacionales, no de los extranjeros, por lo que su mandato, en términos de legitimidad política, obedece a las necesidades de aquellos, y no de estos últimos. Los países de destino (Estados Unidos en América, y los países occidentales en Europa) responden con políticas restrictivas y xenofóbicas, porque es un tema de recursos limitados que los nacionales consideran que les pertenecen, antes que ayudar a extranjeros. Mientras haya un nacional desempleado, los nacionalistas consideran que el Estado no tiene derecho ni obligación de emplear extranjeros. E ilegales, menos. Y así con el resto de los bienes públicos (salud, educación, etcétera). Paradójicamente, algunos estudios serios han demostrado que el impacto económico neto de los migrantes es positivo para los países destino, pero no hace ninguna diferencia, porque los extranjeros son uno de los blancos más fáciles de los discursos populistas, hoy en boga. La historia de las migraciones es la historia humana, ni más ni menos. Pero no aprendemos.