Vivimos en tiempos de información sin contenido, escritura sin forma y lectura sin pensamiento. En la vorágine de las redes sociales, la comunicación ha sido sometida a la dictadura del algoritmo y el periodismo a la esclavitud del click. El resultado es un estilo de redacción que ya no busca profundidad, verdad ni belleza, sino comodidad, velocidad y complacencia. Un estilo fácil, liviano, insípido. Banal.

Como bien advirtió Neil Postman, la televisión primero, y ahora las redes sociales, han convertido el discurso público en entretenimiento. La claridad, decía Ortega y Gasset, es la cortesía del filósofo, pero hoy se ha confundido claridad con insipidez, con esa escritura simplificada al extremo que no exige esfuerzo ni pensamiento, sino apenas la pasividad del dedo que desliza una pantalla.

Ese estilo periodístico que se limita a exponer obviedades, a repetir indignaciones prefabricadas, a simplificar los hechos hasta la idiotez, no está escribiendo para informar ni para pensar, sino para agradar. Como si el único objetivo fuera no incomodar a nadie, no molestar al lector con ideas demasiado densas, con análisis que requieren contexto, historia, estructura. Se redacta para ser consumido y olvidado, no para permanecer.

Guy Debord ya lo había denunciado en La Sociedad del Espectáculo: en la cultura del consumo, la palabra se degrada en imagen, y la imagen en mercancía. Así, el periodismo ya no construye ciudadanía, sino audiencia; no moldea criterio, sino opinión efímera. El lenguaje se trivializa, se convierte en flujo, en ruido, en una corriente de mensajes tan vacíos como incesantes.

Esta banalidad no es inocente, como advirtió Hannah Arendt, cuando los actos y las palabras pierden sentido, cuando todo se reduce a fórmulas repetidas sin reflexión, el mal —la injusticia, la manipulación, la ignorancia— puede instalarse sin resistencia. El periodista anodino, el redactor dócil que se limita a repetir sin pensar, es el Eichmann de la información: cumple con su deber sin conciencia.

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Más aún: Jean Baudrillard explicó que en la era del simulacro, los medios ya no representan la realidad, sino que la sustituyen. La escritura banal no sólo omite la profundidad de los hechos, sino que crea una nueva realidad simplificada, emocional, manipulable. Un mundo de titulares que se pelean por nuestra atención pero no merecen nuestra memoria.

Y sin embargo, hay quienes celebran esta escritura “accesible”, este periodismo “digerible”, como si escribir para el lector implicara subestimarlo, como si la claridad fuera sinónimo de superficialidad. Escribir con precisión no es escribir con vacuidad. Lo que estamos viendo es una renuncia masiva al lenguaje como vehículo de pensamiento.

Los textos periodísticos de hoy son, en su mayoría, intrascendentes. No están llamados a perdurar, ni siquiera a incomodar. Son artefactos del presente que nacen muertos, textos que no se escriben, se generan; no se meditan, se diseñan. Redacciones automatizadas por la estadística del engagement, frases hechas para viralizarse, pero no para iluminar.

Frente a esta crisis, es urgente reivindicar el lenguaje como acto político y ético. Escribir bien no es escribir fácil. Pensar no es complacer. La escritura debe recuperar su capacidad de profundidad, de forma, de belleza. Como decía Camus, nombrar mal las cosas es aumentar la desgracia del mundo.

Hoy más que nunca, el periodismo necesita volver a la forma con contenido, a la claridad con inteligencia, a la honestidad con estilo. Porque la escritura anodina no es sólo pereza: es el opio del lector.