El fin de semana pasado vi la tercera temporada de la serie “Narcos México” de Netflix. Me trajo recuerdos de los momentos difíciles que viví durante esos años, cuando trabajé en la Embajada de México en Estados Unidos, cuando colaboré al lado de Luis Donaldo Colosio, en SEDESOL y en su campaña presidencial, y cuando fui Subsecretario de Relaciones Exteriores.

La serie explica los eventos (hipotéticos y reales) que se originaron para que la estructura y el poder del narcotráfico se desarrollara dentro de nuestro país. Se centra en los jefes de los cárteles de Juárez, Tijuana y Sinaloa. La mayor parte de la temporada explora los años noventa de México, una época de creciente globalización.

El jefe del Cártel de Juárez, Amado Carillo Fuentes, conocido como “El señor de los cielos”, se convierte en el mayor traficante de cocaína de la historia, en parte gracias a tener una llave: un general mexicano en su nómina.

Uno de los episodios que ilustran la complejidad de la tarea diplomática fue el que me tocó vivir durante la inolvidable semana del 17 al 21 de febrero de 1997. Yo había volado de la ciudad de México a Nueva York para sostener entrevistas en Naciones Unidas y con diferentes organizaciones y editores de los principales medios de comunicación. Manuel Tello era el Representante Permanente de México ante la ONU y Jesús Silva Herzog Flores era el Embajador de México en Estados Unidos.

Como Subsecretario de Cooperación Internacional de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, tenía también la responsabilidad del área de asuntos culturales. Mi jefe, el Canciller Ángel Gurría, había viajado a Israel en esos días y habíamos quedado de encontrarnos en Nueva York, para luego viajar juntos a Washington.

En el marco de su visita a Israel y a los territorios autónomos palestinos, el Canciller Gurría se entrevistó con su homólogo israelí, David Levy, con el propósito de revisar los principales asuntos de la agenda bilateral. Los funcionarios israelitas externaron su interés en estrechar los lazos comerciales con México, a propósito de lo cual expresaron la conveniencia de firmar un tratado de libre comercio.

Gurría transmitió un mensaje del presidente Zedillo al presidente Yasser Arafat en el cual manifestaba la esperanza de México en que pudiera consolidarse el progreso regional en el proceso de paz.

El plan que tenía Gurría, al llegar a Nueva York, era asistir a la inauguración de la muestra del gran fotógrafo mexicano Manuel Alvarez Bravo en el MOMA, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que abriría al público del 20 de febrero al 18 de mayo de 1997.

Con una carrera de casi ochenta años, Manuel Álvarez Bravo había sido reconocido como una de las figuras más importantes de la historia de la fotografía y uno de los grandes artistas mexicanos del siglo XX. La exposición --la más completa jamás dedicada a su carrera-- era una retrospectiva que incluía 185 fotografías, muchas de las cuales nunca antes se habían publicado o exhibido. Algunas, del archivo personal de don Manuel, no se habían visto desde que se exhibieron por primera vez a principios de la década de 1930.

Recuerdo que la organización cronológica de la exposición enfatizaba elementos recurrentes: simpatía por la clase trabajadora, un aire de misterio, un sentido de lo surrealista, una preocupación por la muerte. La exposición contó con el patrocinio de una generosa donación de CEMEX. Yo había hablado con Lorenzo Zambrano cuando se estaba planeando la exposición y lo convencí de apoyarla. La Fundación Mex-Am Cultural, Inc., Aeroméxico y el Instituto Mexicano de Cultura del Consulado General de México en Nueva York también fueron jugadores importantes para la realización de este gran evento.

Gurría y yo teníamos previsto volar a Washington, al día siguiente, con el fin de sostener una serie de entrevistas, en la Casa Blanca, con altos funcionarios del gobierno estadounidense para planear los eventos de la visita del presidente Clinton a México, programada para los primeros días de mayo. Se trataba de una “visita de Estado”, así que requería negociaciones de alto nivel para acordar la agenda.

Muy temprano, el 18 de febrero, mientras Gurría volaba de Israel a Nueva York, recibí la llamada de Liébano Sáenz, secretario particular del presidente de México, Ernesto Zedillo. Me dijo que en unas horas se daría a conocer la noticia de que el General Jesús Gutiérrez Rebollo había sido detenido. Yo debía informarle a Gurría tan pronto aterrizara. Me fui al aeropuerto JFK a esperarlo para darle la noticia.

En diciembre de 1996, el general Gutiérrez Rebollo había sido nombrado titular del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (INCD), ganándose el apodo de “zar antidrogas’'. Había sido presentado como un héroe en la lucha contra las drogas. Se habían generado grandes expectativas para la cooperación bilateral. Habíamos establecido un grupo de contacto de alto nivel. Había mucho en juego en esa nueva etapa de colaboración.

Muy temprano, el 20 de febrero volamos Gurría y yo de Nueva York a Washington. Teníamos que dar explicaciones de que el “héroe” había resultado ser un colaborador más del narcotráfico. Nuestros interlocutores mostraron consternación y preocupación, por decir lo menos.

El escándalo de la detención del General Gutiérrez Rebollo estalló en vísperas de la publicación, por el Departamento de Estado, de la lista de países que cooperaban en la lucha contra las drogas, y en días de plenos preparativos para la visita de Bill Clinton a México.

El día 19 de febrero había fallecido el líder chino Deng Xiaoping, en Beijing. El Departamento de Estado y la Casa Blanca estaban muy ocupados planeando la cumbre de Clinton y Yeltsin en Helsinki, que se llevaría a cabo el 20 y 21 de marzo. Después seguiría la “visita de Estado” a México del 5 al 7 de mayo. Después de la reelección de noviembre de 1996, Clinton sólo había viajado a Filipinas para participar en la cumbre de APEC y en visitas de Estado a Australia y Tailandia.

Acompañé al Canciller Gurría a las reuniones con Janet Reno, Procuradora General de Justicia, con Barry McCaffrey, director de la Oficina Nacional para el Control de las Drogas de Estados Unidos, con Mack McLarty, consejero del presidente Clinton, con Madeleine Albright, quien apenas llevaba unas semanas como la nueva Secretaria de Estado. Era de esperarse que las conversaciones no serían nada fáciles.

Un día antes, el senador republicano Jesse Helms había dado a conocer una petición al Departamento de Estado para que México no fuera incluido en la lista de países que cooperaban en la lucha contra el narcotráfico.

Gurría nunca minimizó la gravedad de la crisis que enfrentamos con la detención del General Gutiérrez Rebollo. Recuerdo que en la conferencia de prensa aclaró: “no luchamos contra las drogas para obtener el certificado de ningún país, sino para proteger a nuestros jóvenes y preservar nuestras instituciones democráticas. Estamos cooperando más y mejor que nunca con Estados Unidos, porque el problema de la droga nos afecta a los dos países, y a todo el mundo”.

El martes 6 de mayo de 1997 se suscribió la “alianza contra el narcotráfico” por los presidentes de Estados Unidos y México, Bill Clinton y Ernesto Zedillo. Fue la base de una fructífera colaboración. Al poner a un lado la política de certificaciones, Estados Unidos reconoció su enorme responsabilidad en el tráfico de drogas.

Estados Unidos reconoció también, públicamente, los peligros de la nueva ley de inmigración que había entrado en vigor el 1 de abril. Clinton se comprometió a aplicarla “con humanidad”, especialmente en el caso de menores y familias, a respetar los derechos humanos de los inmigrantes, a evitar las deportaciones masivas y a reducir la violencia a lo largo de la frontera.

El presidente Zedillo resumió el nuevo espíritu de cooperación: “hoy demostramos que en la paz y en el derecho, México y Estados Unidos logran mucho más que en el encono y el reproche”.